Aunque sea un concepto banalizado y deformado por tiranos como al-Asad o líderes reaccionarios como Trump o Cayetana Álvarez de Toledo, todo el mundo estará de acuerdo, al menos en principio, en que una organización terrorista es la que asesina, secuestra y roba por motivos políticos. Es decir, que actúa con violencia frente a quienes no piensan de la misma forma, no comparten sus principios religiosos o dificultan sus objetivos políticos. No importa que sean civiles desarmados, incluso que no tengan relación directa con un movimiento político, tampoco que haya «daños colaterales», que pueden servir para afianzar el terror. En la historiografía se aplica también el término, casi desde la época, al periodo de gobierno del comité de salvación pública, encabezado por Robespierre, en la Francia revolucionaria; también a los de Stalin en la URSS o Hitler en Alemania y la mayor parte de Europa en los años treinta y cuarenta del siglo pasado.
En España, entre 1936 y 1977, decenas de miles de personas fueron asesinadas por sus ideas, centenares de miles secuestradas durante años en sórdidas prisiones y torturadas; a esas mismas, o a otras, les cobraron chantajes o sencillamente les robaron sus propiedades por los mismos motivos. A la cabeza de la organización terrorista estaba Francisco Franco, cómplices o ejecutores fueron sus ministros y, lógicamente, los sicarios que asesinaban en los «paseos», defenestraban a detenidos en las comisarías, rapaban a mujeres por rojas, tiroteaban a los manifestantes en las calles. Como tantas organizaciones y sistemas terroristas, tenía un aparato político y de propaganda en el que colaboraba gente con corbata y cuello blanco, que no se manchaba las manos de sangre, aunque encubriese con mentiras asesinatos como el del estudiante Enrique Ruano. No es necesario dar nombres, aunque estos días se lo merezcan. No rechazo la transición, ni que la democracia haya reinsertado a los terroristas franquistas y sus cómplices arrepentidos, por mucho que me revuelva el estómago que no hayan pagado ni siquiera los más directamente implicados en los crímenes, pero es intolerable que sus herederos políticos, o las mismas cabeceras de periódico que encubrían y hasta jaleaban los asesinatos, pretendan hoy darle la vuelta a la historia.
¿Es legítimo utilizar la violencia contra la violencia criminal, contra un Estado ilegítimo sustentado en la fuerza? Quienes libraron a la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo ¿son héroes o criminales? ¿Y los que hicieron justicia con Tachito Somoza? ¿Y los militares que le pusieron una bomba a Hitler? No es fácil hacerles un reproche moral si no es desde el cinismo.
El socialismo marxista siempre censuró el terrorismo. No porque rechazase la violencia, sino porque la limitaba a la revolución, al pueblo, al acto final de la toma del poder por los trabajadores. Los motivos eran políticos y eso lo compartieron los socialistas que permanecieron fieles a la Segunda Internacional y los comunistas, el propio Lenin había sufrido en su familia lo peligroso e inútil que era el terrorismo, incluso contra el absolutismo zarista. La violencia individual, minoritaria, solo servía para fortalecer al Estado y darle argumentos para practicar la suya y extenderla de forma indiscriminada a los trabajadores. Por eso, socialistas y comunistas se opusieron a los métodos de los anarquistas en todo el mundo o de los populistas en el imperio ruso. Engels incluso añadió argumentos éticos, como recuerda Hobsbawm: «Se sintió horrorizado ante la explosión de una bomba colocada por los republicanos irlandeses en Westminster Hall, porque como exsoldado sostenía que ello suponía luchar no sólo contra los combatientes sino también contra la población civil».
Evidentemente, eso no se aplicaba a las guerras civiles, ni a la resistencia guerrillera contra los nazis y sus secuaces durante la Segunda Guerra Mundial o contra Franco, tampoco a la lucha contra la dominación colonial o imperialista, que siguió en buena medida el modelo chino. Las cosas cambiaron en los años sesenta y setenta del siglo XX, cuando jóvenes radicales, ajenos o separados de los partidos socialistas y comunistas tradicionales, a los que consideraban incluso cómplices del sistema, decidieron aplicar las tácticas guerrilleras en el medio urbano en Europa y América. En nuestro continente, la mayoría de la extrema izquierda de raíz marxista rechazó esos métodos, que, en el siglo XX, solo habían tenido éxito en dos casos en los que el conflicto era sobre todo anticolonial y la religión jugó un papel importante: Irlanda y Argelia. En el primero, el terrorismo que condujo a la independencia lo practicaron movimientos católicos y bastante conservadores, no marxistas, y, en el segundo, el barniz marxista era muy superficial y pronto se esfumó. Otra cosa era la guerrilla rural, inaplicable en los países industrializados e incluso con escasas posibilidades de triunfo en América Latina.
Contra la dictadura de Franco, el PCE abandonó a comienzos de los años cincuenta la lucha armada, que había demostrado su inutilidad. Solo la practicaron reducidos grupos anarquistas hasta el surgimiento de ETA y el FRAP. Su papel en el fin de la dictadura fue muy escaso e incluso contribuyeron a que se reforzase la represión con una brutal ley antiterrorista, que se aplicó de forma indiscriminada. Solo la muerte de Carrero Blanco influyó de forma importante en cómo evolucionaron las cosas. Dejo al margen al GRAPO, una organización turbia, que comenzó a actuar prácticamente coincidiendo con la muerte de Franco.
Es cierto que, aunque no se compartiese el método, no había entre la oposición al régimen un reproche moral contra quienes lo combatían devolviéndole su misma moneda. La cosa se complicó pronto, el 13 de septiembre de 1974, con el atentado de la calle del Correo de Madrid. Incluso ETA no lo reivindicó y se extendió la idea de que había sido una provocación de la propia dictadura o la extrema derecha. La organización vasca no tardaría en perder los remilgos hacia las «víctimas colaterales» y en dejar claro que su lucha no era solo contra el franquismo.
El FRAP no siguió ese camino, no cometió ningún atentado mortal después de la muerte de Franco y se disolvió tras la aprobación de la Constitución. Fue una organización minoritaria y sectaria, reducida al PCE(ml) y multiplicada en siglas para parecer un «frente», pero la inmensa mayoría de sus militantes y simpatizantes no tuvo nada que ver con la acción de sus escaso comandos armados; combatieron la dictadura con panfletos, manifestándose en las calles, en las universidades y en sus centros de trabajo y sufrieron por ello la represión. En cualquier caso, los herederos políticos de quien aprobó la sentencia de muerte de Julián Grimau y justificó su asesinato, de quien hizo lo mismo con Enrique Ruano, de quien era ministro de Gobernación cuando se produjo la matanza de Vitoria y encubrió a los asesinos, de quien fue ministro de propaganda de la dictadura de Franco, harían bien en callarse. Si en España alguien practicó el terrorismo con saña fueron el general ferrolano y sus secuaces.
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