Qué importa la muerte de los ajenos (la libertad de matar)

OPINIÓN

Funcionarios municipales portan un ataúd en un enterramiento masivo en Tarakan, Indonesia
Funcionarios municipales portan un ataúd en un enterramiento masivo en Tarakan, Indonesia ANTARA FOTO

24 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

La moral es el instrumento irresponsabilizador de llegarse a la evidencia de ser responsable como verdadero sujeto de una tropelía. No de otro modo mucho más certero recoge este femenino (tropelía) los desmanes de la ciudadanía (?) en el desconfinamiento de la pandemia, conforme a las dos definiciones primeras de la RAE. Por la una, tropelía es «atropello o acto violento, cometido generalmente por quien abusa de su poder». Por la otra, «aceleración confusa, desordenada e incluso violenta».

Acudir, refugiarse o poner sobre la mesa estadísticas que exhiban la contundencia matemática de la minoría («la tropelía la cometen unos pocos») es, desde luego, inmoral. Pero entiéndase esto ajustadamente. La determinación unívoca e inequívoca de un imposible de que todos cuiden de los cuerpos del conjunto de ciudadanos no es el asunto. El asunto es en cuántos sujetos cifra la estadística una cantidad que, todavía minoritaria, sea tan apabullante que resulte indecente, ya que dispar es que sean 300.000 de un total de 47 millones (menos todavía: bebés, niños, ancianos, enfermos, impedidos, encarcelados…) o 1.300.000, que es el número de sancionados que previsiblemente resulte cuando concluya mayo.

La estadística contiene en sí elementos perversos. Para ella, 300.000 y 1.300.000 son, al fin y al cabo, con matiz poco relevante, lo mismo. Abundando más: 1.300.000 es, estadísticamente, irrefutablemente enjuto, pero mentiroso; oficial, pero mentiroso. Las policías españolas no han podido, les es inhacedero, detectar a todos los inmorales, aparte de la indulgencia que ciertos casos y días la aconsejan. Lo diabólico es que 1.300.000 ha de ser multiplicado, tal vez por 4, tal vez por 6. De escoger el dígito intermedio, la cantidad sube a 6.500.000, que se revela asimismo relativa, no mayoritaria, y, sin embargo, diabólica.  

No obstante estos más de seis millones, el dintorno de lo irreal sigue conteniéndonos, porque en el día a día de la vuelta a la cotidianidad acucia el deseo de practicar la normalidad pre vírica (abrazar, charlar sin distancia, aglomerarse, humanizase), a lo que, repárese bien, hay que precisar que el retorno no es a 2019, lo es a 2020, el año del SARS-CoV-2, dueño de él y de un tiempo indefinido, hasta que la corona se la arrebate una vacuna efectiva. Es decir, no es un regresus a la normalidad; es un progresus hacia una normalidad a-normal.

La estadística está capacitada para calcular en cuántos millones son superados los más de seis que nosotros proyectamos. Repasar las imágenes que se han captado en la Fase 1 es obligación (ejemplos: playas de Barcelona y San Sebastián; botellones, manifestaciones promovidas por Vox, los filonazis catalanes burlándose de La Moncloa), amén de un seguimiento aleatorio en terrazas, calles, supermercados, y, en la Fase 2, lugres de ocio, restaurantes, y en la 3, sobremanera, las vacaciones en las costas, con sus paseos marítimos, mercadillos, arenales, fiestas.

Por fas o por nefas, la materialidad se impone, porque es inquebrantable la tenacidad de la vida rutinaria. La vida rutinaria es materia en procesión por la que desfilan también, pero por callejuelas apartadas, los féretros de los muertos que nos son ajenos. La condición de ajeno es pertinente. Pero en el presente, con el coronavirus dominando el mundo, la acción individual tiene la potencia de matar a los ajenos, nos confiere la libertad de matar sin riesgo a que se abra el Código Penal, y, entonces, mutatis mutandis (modificando, perversamente en este caso, el sentido de la moralidad), la pobreza mental y el inveterado cálculo de indiferencia ególatra corren paralelos a la muy sincera y canalla subjetividad de la exigencia moral.