El objetivo es claro: derrocar al Gobierno por cualquier medio en plena crisis sanitaria por la pandemia global del coronavirus. Para ello, una estrategia previamente establecida que se viene gestando desde hace meses y que pasa por continuar sembrando un clima político de crispación que busca impugnar la legitimidad de las instituciones democráticas.
Como señalaron en su momento Balaguer y Sanz (2009) en España se dieron hasta ahora dos olas de la crispación —concepto que sirvió para describir el ambiente de elevada tensión y conflictividad que caracterizó la competición entre PP y PSOE cuando los socialistas se encontraban en el Gobierno—.
Durante la denominada primera ola (1993-1996), las disputas giraron en torno a la corrupción política o el caso GAL con los que los populares desgastaron al ejecutivo de Felipe González tras el infructuoso intento de ganar las elecciones generales de 1993.
La segunda ola (2004-2008), coincidente con la VIII legislatura, se inicia tras el atentando yihadista del 11M y las posterior derrota electoral del PP. En esta ocasión, los temas centrales que la derecha usó para aumentar la tensión con Zapatero fueron dos de los denominados temas de Estado: la estrategia en la lucha terrorista contra ETA y la organización territorial del Estado, con especial referencia a Cataluña.
La tercera ola ha empezado hace escasos meses, tras la investidura de Pedro Sánchez y ayudada por el caldo de cultivo que los partidos de la derecha en su conjunto y sus medios de comunicación afines han sembrado durante los dos últimos años en los que Sánchez ha ejercido de presidente del Gobierno.
Para entender cómo hemos llegado hasta este momento hay que retrotraerse, precisamente, a la llegada de Sánchez al poder en el año 2018. A través de una moción de censura que desaloja a Mariano Rajoy de la Moncloa tras la sentencia del caso Gürtel y apoyada por Unidas Podemos y los partidos nacionalistas e independentistas, los socialistas volvían al poder tras casi siete años en la oposición. En ese momento, en Ciudadanos veían como los sondeos electorales les mostraban con serias opciones ganadoras. La moción de censura desbarataró su estrategia, la cual a partir de entonces estuvo condicionada por la competición con el PP por liderar el espacio de la derecha, dejando atrás cualquier atisbo de jugar un papel central y moderado entre ambos bloques.
Posteriormente, la irrupción de Vox, su discurso político y su presencia mediática, añadieron un contrincante más a ese espacio que ya vivía una profunda competitividad. El protagonismo de la ultraderecha, el malestar de determinados sectores sociológicos conservadores con la gestión de Rajoy del otoño caliente catalán, sumados a una actitud de ser ultra «sin complejos» empezaron a aflorar. Lo siguiente entonces fue construir un gran hito y es ahí donde surge la «foto de Colón», la primera gran escenificación de la crispación que estaba por venir si los partidos de la derecha no alcanzaban el poder.
Tras la repetición electoral y la formación del Gobierno progresista de coalición, se configura definitivamente esta nueva ola de la crispación, que pasa inexorablemente por la bronca política y la protesta callejera, acompañado todo ello por un mayor desgaste de las instituciones en un momento en el que la fragilidad de estas sigue presente tras la Gran Recesión de 2008.
Esta protesta callejera está teniendo estos días su máximo exponente en la madrileña calle de Núñez de Balboa del pudiente barrio de Salamanca. Con la apropiación de la palabra libertad, hemos asistido a como un buen número de ciudadanos se han saltado las medidas de seguridad sanitaria para manifestar su descontento con el Gobierno y la gestión que viene realizando este durante los últimos meses. Aunque estamos ante un estallido de protesta, que de momento es minoritario y en un barrio poco representativo de la diversidad social existente en España, tiene el riesgo de generar efecto contagio por la sobrerrepresentación mediática que está teniendo, además de ser alentado por diversas organizaciones. A su vez, las excéntricas imágenes de grupos privilegiados económicamente que protestan mientras miles de trabajadores siguen confinados en sus casas, puede acabar siendo un movimiento social estéril que sirva a la izquierda para identificar un adversario que le sirva como elemento aglutinador.
La reacción de estos sectores aventajados se enmarca en los procesos de separación social que el geógrafo francés Christophe Guilluy viene poniendo de manifiesto en su obra. Este intento de distanciamiento con el resto de la comunidad se ha acentuado ante el desafío que supone la crisis derivada de la pandemia. La utilización del concepto libertad a la que aludía antes, solo esconde un rechazo de la solidaridad y la contribución al bien común y lo que es peor, esconde una intransigencia a compartir el poder político a través de la democracia, que al fin y al cabo no es otra cosa que un mecanismo pacífico de transición y rotación de las élites políticas dirigentes. Es precisamente ahí, en la autodenominación de «voz del pueblo» donde el riesgo democrático toma forma y elude con la apelada libertad individual cualquier mecanismo o instrumento en un intento de desbordar a los partidos y a las instituciones legítimamente establecidas.
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