Es casi una tautología afirmar que la oposición es imprescindible en una democracia, esta no puede existir sin aquella, pero no tanto recordar que, si no tiene como objetivo destruirlo, su colaboración es indispensable para el funcionamiento del Estado. No solo es necesaria para controlar al gobierno y censurar sus errores, su carácter constructivo le permite influir en la elaboración de las leyes y las decisiones del ejecutivo, pero, además, desde que se redactó la de EEUU, las constituciones suelen exigir mayorías cualificadas para la elección de determinados cargos o la aprobación de medidas legislativas de especial trascendencia, destinadas a hacer precisa su contribución. Salvo que sea muy débil y fragmentada, algo inhabitual en democracias maduras, tiene también importantes responsabilidades de gobierno subestatales. Por tanto, la oposición participa en el gobierno del Estado y cómo ejerza su labor será decisivo para que la ciudadanía la considere una alternativa y llegue a ofrecerle su apoyo.
Solo una oposición que desee subvertir el sistema asumirá como método de acción política el boicot sistemático a las instituciones y a las decisiones del gobierno, incluso en los momentos más críticos. Eso no sorprende en Junts per Catalunya, las CUP o Vox, que no ocultan que quieren destruirlo o cambiarlo, pero sí en el mayor partido de la oposición que, además, quiere presentarse como responsable, constitucionalista y alternativa seria de gobierno.
La dirección del PP solo puede oponerse al mantenimiento del estado de alarma si ofrece una alternativa eficaz, pero no lo ha hecho, entre otras cosas porque no existe. Es evidente que no debe prolongarse indefinidamente, no sería constitucional ni razonable, pero tampoco lo ha propuesto nadie, eso queda para las mentes enfermas de algunos opinadores, más cercanos a Vox que al PP, aunque parecen dictarles doctrina a los señores Casado y García y a la presidenta de la Comunidad de Madrid. El problema es que España sigue teniendo más de 600 nuevos contagios comprobados diarios, que probablemente sean más, casi los mismos que en vísperas del 14 de marzo, cuando se decretó el estado de alarma. Continúa habiendo personas contagiadas y capaces de contagiar, y no hay ninguna razón para suponer que, si se suprimen de repente las limitaciones de movimiento y las medidas de distanciamiento social, incluida la suspensión o restricción de algunas actividades comerciales y hosteleras, no vuelva a crecer con rapidez el número de enfermos, con todo lo que eso conlleva.
Uno de los políticos locuaces que ha repetido estos días un disparate que lo descalifica es el señor Aguado, vicepresidente madrileño: «No vamos a ganar al virus confinándonos eternamente en casa». Eternamente no, pero si nos quedáramos el tiempo suficiente sí, como han demostrado China e Islandia, por ejemplo. En el momento en que no haya contagiados dejará de haber transmisión del virus, aunque no haya vacuna. El precio que esto tendría es alto, probablemente España no pueda pagarlo. China tenía la ventaja de que logró localizarlo y aislarlo en una región, aquí nadie se atrevió a cerrar Madrid cuando se pudo. Ahora bien, que la economía no soporte un confinamiento demasiado largo no implica que se deba prescindir de inmediato de todas las cautelas.
Madrid no solo es la región con más casos y fallecidos, sigue estando en cabeza en los contagios diarios. Su alta densidad de población favorece las aglomeraciones y la propagación de la enfermedad y, encima, no cumple con los criterios de dotación sanitaria, no podía entrar en la fase 1. La decisión de los señores Ayuso y Aguado de pasar por encima de la profesional que habían puesto al frente de la actuación contra la epidemia, solo por una combinación de motivos económicos y demagogia, prueba una irresponsabilidad que los descalifica. No se puede llorar un día a las víctimas y defender al siguiente que se haga lo posible para que haya más, salvo que esas lágrimas fuesen de cocodrilo.
En una crisis como esta no cabe el rechazo sistemático a lo que propone el gobierno sin hacer propuestas alternativas. Ciudadanos dio un ejemplo de responsabilidad, que no tiene que suponer un cambio de alianzas, como tampoco tendría que aliarse el PP con el PSOE y UP para pactar las medidas sanitarias y económicas que permitan salir lo mejor posible de esta situación. Un acuerdo es un acto de responsabilidad, no una alianza.
Las declaraciones del señor Teodoro García elogiando la gestión de la comunidad madrileña provocan estupefacción. ¿Qué diría si la comunidad con más casos, con más muertes, con más ancianos fallecidos en residencias, en práctico abandono, que demostró tener la sanidad menos preparada y que incluso compró mascarillas inútiles y otro material defectuoso estuviese gobernada por el PSOE o por una coalición de izquierda?
Mueve a la esperanza que el ridículo que hizo el señor Casado en el Congreso, solo comparable con el de Esquerra Republicana, tuviese contestación, aunque soterrada, entre dirigentes autonómicos, que sí tienen responsabilidad de gobierno y saben lo que es eso, y destacados miembros del partido. También la sensatez de la Junta de Castilla y León, que tuvo como protagonista al señor Igea, pero que compartió el presidente Mañueco. Es de desear que ese malestar se traduzca en algo más, el principal partido conservador no puede estar en manos de unos niñatos ambiciosos e irresponsables.
Es indudable que el PP hizo una mala elección en su congreso. Hasta ahora el populismo extremista, demagógico y errático de los nuevos dirigentes podía tener cierta disculpa en la bisoñez y en la presión de Vox, pero las crisis ponen a cada uno en su sitio y es evidente que, para desgracia de todos, no están a la altura.
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