«Todo esto ha venido para quedarse». He aquí una frase sabia (por poco que nos guste) que escuché no hace mucho, en boca de una amiga. Tras casi dos meses de confinamiento, en donde nos hemos visto obligados a sustituir las aulas, las oficinas y cualquier otra forma de actividad colectiva por la pantalla del ordenador, está claro que nos hemos zambullido en un nuevo estilo de vida, del que ya no saldremos. Entre las novedades (que son muchas y muy variadas) está la de la plataforma Zoom, de la que muchos ni habíamos oído hablar antes de la irrupción de la pandemia, a pesar de que llevaba en el mercado siete años.
De la mano de Zoom hemos entrado -seguimos haciéndolo todos los días- en las casas de nuestros amigos, parientes, profesores, alumnos, políticos, conferenciantes y expertos. Ahora conocemos cómo visten en la intimidad (algunos no se han cambiado el pijama en todo el confinamiento), qué libros lucen en sus estanterías, si son ordenados o no, si viven solos o acompañados, qué cuelga de sus paredes, si tienen plantas o más bien figuritas de porcelana. Sus gatos han saltado al teclado del ordenador, sus perros se han metido entre sus piernas; conocemos a sus hijos; a veces hasta la marca del sujetador o de los calzoncillos de los cónyuges respectivos. Pero no solo eso. Con Zoom también hemos celebrado cumpleaños y juicios, nos hemos ido de cañas y hasta a algún que otro entierro. Y todo desde nuestras casas, desde nuestra habitación, desde nuestra aburrida mesa de trabajo.
Pero estas no son las únicas ventajas -si es que se les puede llamar ventajas- de esta plataforma fundada por el ingeniero chino Eric S. Yuan, que ha pasado de 10 millones de usuarios en el mes de diciembre a 200 millones a finales de marzo, y cuya compañía se valora ahora en más de 40.000 millones de dólares.
Con el servicio básico de la app y siempre que no se rebasen los 40 minutos, una reunión puede juntar hasta cien personas sin coste alguno, de una forma sencilla y estable, con pocos cortes de vídeo o de audio. Al contrario que otras plataformas como Skype, nos hace sentir que no hay distancia entre los interlocutores, da protagonismo ampliando al usuario que habla (¿a quién no le gusta esto?), nos permite compartir documentos y vídeos, escribir comentarios en un chat, a todos o a uno de los participantes (esto es como cuando pasábamos notas secretas en el colegio), posee un servicio de mensajería instantánea y tiene la opción de grabar y transcribir el contenido de las reuniones.
No soy una experta en la utilización de ni Zoom ni de otros servicios de videoconferencia. Pero, como muchos, he tenido que aprender a marchas forzadas. Reconozco todas estas ventajas y soy consciente de que, aunque me crispe y me levante dolor de cabeza (me zumbe, nunca mejor dicho), nos está salvando los trabajos, los aprendizajes y muchas más cosas. A pesar de ello estoy segura de una cosa: una plataforma digital jamás reemplazará el contacto físico, el intercambio de miradas, el valor de una sonrisa, el calor de la voz que te susurra al oído. Una plataforma jamás le robará su lugar al beso, al roce, al abrazo. ¡Me niego!
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