La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha declarado al diario alemán Bild que el confinamiento de los ancianos, derivado de la pandemia del COVID-19, podría prolongarse hasta finales de año. Lo ha planteado como una medida preventiva, mientras no exista una vacuna, y ante un posible rebrote del virus. Esta medida sería de especial aplicación en las residencias de mayores, buscando limitar al máximo posible el contacto con los ancianos. En España aproximadamente 300.000 personas viven en estas residencias y más de un millón de personas mayores de 80 años viven solas en sus casas.
Von der Layen nos adelanta un escenario en el que la desescalada del confinamiento probablemente será gradual, por grupos de edad. La medida de prolongar el aislamiento de los mayores buscaría la protección de la salud de la población más vulnerable. La presidenta de la Comisión Europea lo plantea como «una cuestión de vida o muerte» y, si nos atenemos a los datos actuales, no le faltaría razón. Hasta el momento se contabilizan más de 12.000 internos muertos en las residencias de servicios sociales españolas. Esa cifra incluye los centros de mayores y los de personas con discapacidad, sin distinguirlos, aunque se deduce que la mayoría de los casos se han dado en los centros de tercera edad. Esto supone que en torno al 50 % de los fallecidos en España, a consecuencia de la pandemia, estaban internos en residencias de ancianos. Estas cifras aun podrían ser más elevadas porque no a todos los fallecidos se les ha realizado el test diagnóstico, que tampoco se realiza post mortem.
Frente a esta realidad, que hubiera sido en parte evitable con más medios de atención sanitaria y una mayor sensibilidad, la solución que se propone condena a una mayor soledad a nuestros mayores. Tal vez confinarlos hasta fin de año, o hasta la existencia de una vacuna, proteja su salud física. Pero los seres humanos, como vivientes, no nos reducimos a nuestro funcionamiento biológico. Más allá de nuestro organismo, somos seres de lenguaje. Por eso el ser humano es el único que también está afectado por el virus de la palabra. Esto explica que podamos enfermar por una palabra, o por su ausencia, como demuestran los síntomas de conversión y los fenómenos psicosomáticos.
En una situación de aislamiento, aunque estén cubiertas las necesidades básicas, a muchos ancianos (especialmente a los que tengan más deterioradas sus capacidades) no les resultará fácil entender que la limitación del contacto no es un abandono. La pendiente melancólica puede ser inevitable en esa situación: quien se siente abandonado, se abandona.
La energía vital se obtiene en gran medida en el vínculo con los demás, especialmente con los más próximos. Para sostener una vida es necesario que un deseo anime el cuerpo. En la vejez ese deseo depende, en gran medida, del contacto con la familia. Ese contacto les permite a los ancianos seguir estando incluidos en la historia familiar y en su transmisión generacional. Cuando eso no es posible, la soledad se acrecienta y el interés vital puede desaparecer.
Debemos saber que si no se preserva la salud mental de nuestros mayores tampoco se garantiza su salud física. Partiendo siempre de que deben extremarse los cuidados sanitarios, es necesario idear medidas para que su protección física y su protección anímica no sean excluyentes. La desescalada del confinamiento no debe llevar a un nuevo olvido de los ancianos. Todos sabemos que también se puede morir de pena.
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