Una de las innumerables ventajas de vivir en Asturias, y sobre todo, de la forma generalmente abierta que tenemos de entender las particularidades culturales y territoriales de España, es que puedes mantener una relación cordial y razonablemente exenta de prejuicios con personas del resto del país, sorteando el envenenamiento que los últimos años de tensiones han acrecentado. En el caso de nuestra conexión vital con Madrid el lazo es, además, históricamente fuerte por razones evidentes, empezando por la capitalidad, y más intenso de un tiempo a esta parte por los vínculos con las cohortes que, en las últimas décadas, encontraron allí, durante un tiempo o ya de manera permanente, su camino académico y laboral. A mí personalmente, como a muchos asturianos, la actividad profesional me ha llevado en los últimos años recurrentemente a Madrid y ya estoy deseando volver a dar un paseo por el Retiro, escaparme al Thyssen o tomar una caña en Huertas. Pero cada cosa a su tiempo, porque pasarán bastantes semanas antes de que el confinamiento, primero, y las previsibles limitaciones al movimiento de personas entre territorios, después, lo permitan. Y eso, en el mejor de los escenarios de superación progresiva de la pandemia, sin recidiva ni descontrol mientras el Covid-19 hace estragos en la salud, la economía y las relaciones globales.
El dinamismo social, cultural y económico de Madrid siempre nos ha atraído y tiene mucho de admirar. Sin caer para nada en el complejo de la periferia, es obvia la fuerza centrípeta en actividad y movimiento que, a pesar de la descentralización, tiene la capital y las muchísimas oportunidades que presenta mientras en algunos territorios (singularmente el Noroeste de España) se extendía la atonía y el envejecimiento. Pero tanta capacidad atractiva se torna en agujero negro si la percepción de dirigentes políticos y económicos radicados en Madrid, y hasta de los medios de comunicación, se distorsiona tomando la parte por el todo, creyendo que la realidad de un país es, básicamente, la de su capital. Error imperdonable cuando se trata de gestionar la diversidad territorial de España, que es uno de sus activos, y eso vale tanto en época de bonanza como de crisis. Por otra parte, Madrid no ha sido muchas veces una capital generosa y cooperativa, empezando por su corrosiva política de competencia fiscal, aprovechando pro domo sua las ventajas de su condición y menoscabando la capacidad, que tanto se precisa ahora, de disponer de recursos por las Administraciones. A su vez, ha sido laboratorio de una cultura tóxica del «sueño madrileño», tendente al engreimiento, a la exaltación del neoliberalismo más descarnado, a la complacencia con la corrupción endémica de sus gobiernos (el autonómico, desde luego), a la postergación de los servicios públicos a la condición de beneficencia molesta y a la estratificación social, pensando que se puede vivir asumiendo la desigualdad más atroz y cada uno por su lado, sin espacios de intersección. Ese cóctel, unido a veinticinco años continuados de gobiernos del PP más montaraz horadando la cohesión social, explica la huida masiva de las clases medias (no digamos de las privilegiadas) del sistema educativo público o el desplazamiento hacia el aseguramiento médico privado, con deterioro parejo de la asistencia pública, lo que se ha demostrado fatal cuando el conjunto del sistema se somete a un estrés tan grave como el de la pandemia de Covid-19.
En el aspecto sanitario merece la pena, por las actuales circunstancias, detenerse un poco. El informe «Estadística del Gasto Sanitario Público» (2017, último disponible con datos consolidados), revela que Madrid es la comunidad con menor gasto sanitario público por habitante (1.254 euros al año; Asturias, que es la segunda con mayor gasto, destina 1.625 euros por habitante) y la última en porcentaje del PIB destinada a gasto sanitario (3,7%; Asturias, el 7,3% y, la media de las Comunidades Autónomas, el 5,5%). A su vez, una parte la prestación de la asistencia sanitaria del sistema público se ha desviado a conciertos con entidades privadas, siendo la tercera Comunidad que más porcentaje del gasto destina a estos (10,73% frente al 9,2% en la media nacional y el 6,1% en Asturias), por no hablar de la introducción de la iniciativa privada en áreas nucleares de la gestión sanitaria de los propios recursos públicos, que no debería estar sometida a criterios de beneficio. Evidentemente, la prioridad de las clases pudientes en Madrid y de los gobiernos que han sido valedores de sus intereses, ha sido incentivar el desarrollo de la sanidad privada: 50 hospitales privados y 33 públicos en la Comunidad de Madrid, un 36% de las familias contratando seguros de salud privados (la segunda de España, cuya media es el 24,6%, 13,9% en Asturias, según el informe «Estamos Seguros» del año 2018 de la patronal del sector, UNESPA, año 2018), y todo ello en un contexto de precarización del sistema público, apenas recuperado de los recortes de la anterior crisis. El Servicio Madrileño de Salud, por ejemplo, pasó de 75.489 trabajadores en 2010 a 74.095 en 2020, según sus propios datos (mientras la población de la Comunidad crecía de 6,4 a 6,6 millones de personas), perdiendo sobre todo músculo en los recursos humanos de profesiones distintas de los sanitarios, pero que son también necesarias. Nada debe impedir que un sector sanitario privado se desarrolle y complemente los esfuerzos del sistema público, y que quien quiera destinar recursos de su bolsillo a esta clase de servicio, pueda obtenerlo en el mercado. Pero nunca a costa de menoscabar los recursos necesarios para el sistema público, que además de la equidad, debe garantizar la respuesta a situaciones de crisis como la que vivimos. Lo que nos ha demostrado con toda su crudeza el Covid-19 es que, cuando el problema es de salud pública y es la resistencia de toda la población la que se pone a prueba, donde descansa la protección colectiva y la respuesta sanitaria es en el sistema público, cuyas debilidades en la Comunidad de Madrid han quedado terriblemente expuestas; hecho difícilmente controvertible, con independencia de que, como es justificado y lógico, se examinen en también en su momento las insuficiencias y errores en la respuesta del Gobierno de España a la pandemia.
Ahora la Comunidad de Madrid y, singularmente, la capital, sufren como nadie el embate de la pandemia, hasta el punto de que podemos sentir, en las conversaciones con amigos o familiares que residen allí, el miedo cerval a la transmisión comunitaria de la enfermedad y a una complicación médica que les haga tener que acudir a recibir asistencia sanitaria a servicios ampliamente sobrepasados, aunque por fortuna parece que acabamos de pasar lo peor. Mientras en una parte no pequeña del territorio la moderación de las cifras de contagios, el incremento de las curaciones y las informaciones sobre la capacidad del sistema sanitario para sobreponerse comienzan a ser francamente esperanzadoras, sin embargo la respuesta pública se ahorma a una coyuntura territorial específica que sigue siendo la de Madrid y que es la más crítica. Veremos si la prórroga del estado de alarma admite diferencias graduales entre Comunidades, porque aplicar la misma receta duramente restrictiva en Poncebos (¡o en Oviedo!) que en la calle Serrano de la capital, no parece tener mucho sentido, pudiendo haber soluciones asimétricas, proporcionales y con todas las precauciones que limiten la movilidad entre territorios y que, dicho sea de paso, serían más coherentes con el principio constitucional de que toda restricción a los derechos fundamentales debe ser la estrictamente necesaria y no aplicada de manera ajena a las distintas realidades y casuísticas.
Pese a los pecados de la grande Babylon, que diría Manu Chao, naturalmente que debemos ser solidarios con Madrid, lo que incluye, por ejemplo, cuando las circunstancias lo permitan y si la situación de la capital lo sigue requiriendo, el traslado de enfermos a otros lugar para ser tratados, en transporte ferroviario medicalizado (como se planea, y como ya están haciendo en Francia) o el trasvase puntual de recursos materiales y humanos. A su vez, la mejor forma de ayudar a que el gran centro de servicios que es Madrid se reactive será permitir que se anticipe la flexibilización escalonada de las medidas restrictivas de la actividad en los territorios menos castigados por la pandemia. Si de esta, además, la ciudadanía madrileña y su dirigencia política comprenden, con esta dolorosa cura de humildad, la necesidad de reordenar ciertas prioridades y mejorar los servicios públicos sustancialmente (empezando por el sanitario, pero no sólo), sin duda saldremos ganando todos.
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