Cuando se dan las cifras de fallecidos a consecuencia de la infección por coronavirus siempre se matiza que la mayoría de los que no sobreviven a la enfermedad son personas mayores y con patologías previas. Se supone que este tipo de comunicación busca calmar a la mayoría, aunque esa tranquilidad sea a costa de una mayor angustia de nuestros ancianos. Es como si nos dijeran: puede estar contento, si usted no está todavía en una edad muy avanzada, se encuentra en el bando de los supervivientes.
Nuestros mayores ya se ven, muy a menudo, como un estorbo en las ajetreadas vidas de sus familiares. Los mensajes que se les están enviando durante esta crisis sanitaria pueden reforzar su sentimiento de ser seres caducos y prescindibles, y de que su muerte no es tan preocupante porque «ya vivieron». Están escuchando que, si los recursos sanitarios no permiten atender al máximo nivel a todos, se realizará una selección de los cuerpos por edad, patologías previas, esperanza de vida, calidad de vida y también «valor social». Independientemente de que la calidad de vida es mucho más difícil de medir que la temperatura, sobre todo si no se escucha el deseo del paciente, la introducción del concepto del valor social de una vida no deja de tener resonancias eugenésicas. ¿Cómo escucharán estas noticias el millón de personas mayores de 80 años que viven solas en España?
Esta crisis ha puesto en primer plano una biopolítica de gestión de los cuerpos y del lazo social. En la estrategia de comunicación de las autoridades no se cesa de insistir en que la llamada tercera edad es la población más vulnerable. Sin embargo, las medidas de protección para los ancianos internados en las residencias para mayores, y para el personal que de modo tan encomiable los atiende en las actuales circunstancias, solo se han comenzado a poner en marcha con rigor desde que la cifra de muertos, en algunas de estas residencias, ha impedido mirar para otro lado.
Parece que nuestros ancianos solo se han hecho visibles a partir de su muerte. Muerte que ha revelado su situación de desamparo. Muchos de nuestros mayores están teniendo que enfrentarse a la enfermedad, y a la amenaza de muerte, en una situación de soledad. La imprescindible medida de prohibir o limitar las visitas, tanto en las residencias como en los hospitales, no solo afecta a los infectados por el coronavirus. Desde que se ha desatado la crisis del COVID-19 parece que ya nadie muere de otra cosa. Pero no es así, siguen existiendo enfermos de otras patologías en situación grave o terminal. Todos ellos enfrentan su situación en una mayor soledad. Esta soledad es una fuente de angustia añadida, para ellos y para sus familiares. La imposibilidad, o limitación importante, del contacto dificulta el efecto balsámico que tiene la palabra de los próximos para el enfermo; y también, cuando es imposible la recuperación, la oportunidad de despedirse, sin que la palabra que ya no puede decirse, o la mano que no se puedo coger, dificulte transitar el duelo. Duelo que, en estos tiempos, no cuenta tampoco con el apoyo de poder realizar de modo adecuado los ritos funerarios. No poder compartir y externalizar el dolor, en presencia de familiares y amigos, impide que la compañía de los allegados alivie el sufrimiento por la pérdida.
Frente a esta situación solo cabe aprovechar al máximo, cuando resulte factible, las posibilidades técnicas de la comunicación no presencial para que, al menos, nos quede la palabra.
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