Voluntad de vivir

Gonzalo Olmos
Gonzalo Olmos REDACCIÓN

OPINIÓN

Pilar Canicoba

24 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Con tres semanas por delante de estado de alarma y cifras de contagios y fallecimientos estremecedoras, pero también con la esperanza de la respuesta colectiva, el redescubrimiento general del interés común y las igualmente numerosas altas hospitalarias, toca seguir observando responsablemente las indicaciones de las autoridades, contribuir cada uno en lo que se pueda y cumplir con el deber que corresponda.

Los días por venir son, como nos anuncian, duros, y tenemos que prepararnos para ello. Nadie debe figurarse que, como por ensalmo, la curva de contagios se aplanará de manera fácil y uniforme, el sistema sanitario se sobrepondrá y en unas semanas todo volverá a ser como antes y que, además, retomaremos alegremente las calles con un renovado espíritu de apoyo mutuo. Todavía nos queda mucho y es mejor concienciarse, no formarse falsa expectativas y juntar fuerzas para lo que tenemos por delante. Porque los rápidos avances científicos en la búsqueda de antivirales o de la vacuna no llegarán a tiempo para muchos. Porque el Covid19 tiene potencial de crecimiento en muchos otros países que se verán con dificultades tan graves como las que sufrimos en España o Italia, sino mayores. Porque el coste humano todavía nos arrancará muchas lágrimas y deseamos que este perverso azar no nos encuentre a nosotros o a nadie de nuestro entorno. Porque el escenario futuro de levantamiento de las medidas restrictivas (necesarias, pero que nos resulta difícil soportar, sobre todo cuando nos gustaría ayudar más activamente y no sólo encerrados teletrabajando) probablemente será gradual y nos tendrá aún sujetos a una disciplina y limitaciones de movilidad que, aunque menos draconianas que las de ahora, serán una carga pesada durante más tiempo del que pensamos.

Y, finalmente, porque al otro lado del túnel del confinamiento y la pandemia, o ya durante su propio transcurso y apogeo, nos espera una crisis económica grave que tendrá sus repercusiones sociales, institucionales y políticas, y veremos en qué medida la cohesión, el buen ánimo y el apego por los valores democráticos se mantienen incólumes cuando las heridas más profundas estén abiertas. Razón ésta para que las autoridades y la ciudadanía entiendan que será mejor un esfuerzo doblemente intenso de distanciamiento social en las próximas semanas y una reactivación escalonada cuanto antes (sencillamente, no parece posible que todo vuelva a funcionar de golpe), con tratamiento diferenciado de sectores y territorios según sus circunstancias. Porque, en el medio plazo, es difícil pensar que esta enfermedad no afecte a un porcentaje importante de la población (lo que se persigue es que no enfermemos todos de golpe, con el sistema indefenso y sin remedios efectivos), y porque es impensable tenerlo todo congelado durante meses, a menos que aceptemos como opción el colapso consiguiente, incluso de los servicios esenciales. Porque no queremos que el Covid19 nos diezme, pero tampoco que un hundimiento social y económico nos deje su temible huella: quiebra de las arcas públicas y de la Seguridad Social, precarización de todos los servicios públicos, destrucción del tejido económico, desempleo masivo, pérdida irremediable de confianza en el poder público y en el Estado de Derecho, desequilibrios políticos e internacionales impredecibles, y también, por cierto, multitud de consecuencias de índole sociosanitario asociadas al empobrecimiento.

No caigamos en la ensoñación de que esto es sólo un paréntesis. Lo peor de estos días pasará, con el esfuerzo de todos, como se nos ha dicho; pero tenemos que confrontar verdades esenciales e incómodas del tiempo que nos tocará vivir. La seguridad sanitaria, como la climática y la económica, probablemente no estarán al alcance de nuestra mano hasta que se produzca un cambio real de prioridades, y puede que nunca con un grado de consecución suficientemente tranquilizador. Un mundo sin pandemias de esta naturaleza, sin la zozobra de vivir en la incertidumbre y con la confianza razonable de disfrutar de nuestro tránsito con buena salud es, a fin de cuentas, excepcional si lo analizamos con perspectiva histórica y si miramos a un pasado todavía reciente (tenemos las epidemias de tuberculosis o tifus a una o dos generaciones, por ejemplo).

Eso no quiere decir, naturalmente, que bajemos los brazos y nos entreguemos a la resignación. Al contrario, tendremos la oportunidad única de reordenar la agenda en todos los niveles, pues sólo conmociones de este tenor son capaces de sacarnos de determinadas inercias y promover cambios sustanciales. Y el que nos toca ahora lleva de lleno a nuestra relación con el medio y a un concepto de seguridad colectiva que no tiene ya que ver con los términos defensivos habituales, sino que afecta al entendimiento y la protección de los derechos humanos de tercera generación (desarrollo sostenible y no depredador de los recursos, medioambiente sano y aire respirable, salud pública de la colectividad y no sólo asistencia sanitaria individual, etc.). A su vez, tocará combatir las inevitables invocaciones autoritarias, el previsible espaldarazo al populismo y al nacionalismo exacerbado, los llamamientos a la confrontación o las exaltaciones irracionales y antiilustradas que proliferarán en tiempo de tribulación. Una batalla que será también la de las ideas.

Si estamos a la altura de las circunstancias, a nuestros pequeños, con los que hemos contraído una deuda generacional impagable aunque sólo sea por la huella que esta semanas les dejarán, les podremos contar que en el año de la peste nos mantuvimos en pie, que tuvimos voluntad de vivir y actuamos en consecuencia, y que aprendimos las lecciones para el futuro.