Las gafas del coronavirus

OPINIÓN

14 mar 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace unos años vi que el amigo con el que paseaba y me contaba no sé qué batalla caminaba derecho a una cagada de perro. Lo avisé y él inmediatamente dio una zancada más larga con un pequeño salto y justo por eso pisó de lleno el excremento. Hice bien en avisar porque la desinformación no es una buena opción. Y era difícil que él no sobreactuara el protocolo de emergencia que, en su medida justa, le hubiera ahorrado los ominosos minutos de limpieza siguientes. A veces la reacción a la amenaza del desastre es parte del desastre. La reacción inicial al coronavirus fue parte de la crisis. Muy poco después de que se empezara a hablar del virus chino el precio del oro empezó a dispararse. El dinero ya buscaba refugio porque daba por hecho que la gente alargaría precipitadamente la zancada y pisaría la cagada. Así estamos viendo esos acopios circenses en los supermercados (¿qué le pasa a la gente con el papel higiénico?). Y, como siempre es difícil jugar a las siete y media, puede que ahora estemos agravando la crisis por quedarnos cortos en las precauciones.

Lo que se sabe se puede sintetizar con brevedad. Es una especie de gripe para la que no tenemos anticuerpos, ni vacuna, ni antiviral, por lo que, en principio, se podría extender al cien por cien de la población. La gripe ataca a un porcentaje de la población y mata a un porcentaje pequeño de entre la población de riesgo de ese porcentaje de población atacado. Como con las muertes en la carretera, las cifras son siempre trágicas e inaceptables, pero hablamos de una mortalidad muy limitada. Si la población atacada es mayor, con un porcentaje parecido el número de muertes será también mayor. Pero no es esa la amenaza. El problema es que rápidamente nos quedaremos sin centros médicos ni personal sanitario que nos atienda. El problema es ese: que no tendremos médico ni ambulatorio. Los centros se inutilizarán por saturación, el personal será insuficiente y además se contagiará y la saturación llegará antes. Y la mortalidad en gente mayor depende en gran medida de la atención que reciban. Si no tienen atención, morirán más. Por eso las cuarentenas buscan ralentizar la extensión para dar tiempo a que algún fármaco o el propio ciclo del virus pare la propagación. Margarita del Val y algunas personas serenas lo explicaban hace poco.

Por supuesto, al voraz Garamendi y al insolvente chisgarabís Casado les faltó tiempo para hacer su contribución: el virus requiere bajar los impuestos a los ricos y hacer más libre el despido. No sé por qué se privaron de incluir el apoyo a la monarquía y la ratificación de la prisión permanente revisable. Pero no nos cebemos con ellos. Cuando una crisis como esta retuerce la sociedad hasta hacer visibles sus entretelas y sus impurezas, es difícil evitar que cada uno vea en el material desgranado la confirmación de sus creencias. Una situación límite puede mostrar con claridad lo que la rutina hace invisible. En vez de unas gafas de ver españoles, como aquellas del abogado Albert Rivera, el coronavirus puede parecer unas gafas que contrasten y resalten lo que tenemos delante. Veamos.

Nos enfrentamos, decíamos, a la posibilidad de que nuestro padre o nuestra abuela enfermen de algo que en ellos es peligroso y no tengamos ambulatorio al que ir ni médico que los atienda. Vox grita más alto que nadie que hay ir hacia la eliminación de las jubilaciones públicas y de la sanidad pública y su sustitución por fondos y servicios privados. Vox lo grita y lo envuelve en un nacionalismo autoritario que disfraza de patriotismo, en una discriminación extrema de género, raza y clase social y en un fanatismo ultracatólico. Pero no olvidemos que lo que Vox cubre con su discurso fascista provocador es el mismo neoliberalismo que pregona el resto de la derecha, la banca y la patronal. Lo que el coronavirus nos pone delante de los ojos es cómo es el mundo para amplísimas capas de la población cuando no hay un sistema público de pensiones ni de salud. Es un mundo en el que no hay médico al que llamar cuando enfermas, porque ni la pensión a la que puedes llegar con tus modestos ahorros te llega más que para un seguro médico muy limitado ni el sistema privado te dará servicios que no cubra tu modesto y limitado seguro. No es una cábala, es un hecho, así son las cosas en EEUU y mucho peores en países con la misma desprotección, pero con más pobreza. Las coberturas públicas suponen un sistema en el que todo el mundo tiene obligaciones que cumplir con el conjunto de la sociedad. La privatización de servicios supone quitar de las obligaciones de los ricos el coste del bienestar general, convertir en espacio de negocio las necesidades básicas y tener a la mayoría de la gente con las necesidades básicas sin cubrir o trabajando solo para ellas. Por supuesto, el lucro privado nunca provoca redistribución y generalización de la atención. Provoca lo que con las gafas del coronavirus vemos patente: que la gente mayor enferme y no haya ambulatorio al que ir ni médico al que llamar.

Y podemos seguir rascando más datos. Miguel Presno explicó hace poco que en estado de alarma el Gobierno podría legalmente intervenir (no expropiar) la sanidad privada para emplear sus recursos en la emergencia. Es una posibilidad que está en las leyes y que ya se empleó en otros sitios. En 2001, con el atentado de las Torres Gemelas, el gobierno americano intervino Microsoft y la ocupó. En aquel momento era el puesto más poderoso para rastrear redes y comunicaciones. Estas posibilidades son legales y deben evaluarse cuando el bien general lo requiere. Algunas emergencias recientes que padecimos fueron económicas. Cuando por una crisis financiera decenas de miles de personas son desahuciadas, millones de personas pierden el trabajo, la gente se va del país en oleadas de cientos de miles, algunos pensamos si el Estado debería intervenir, no expropiar, los grandes bancos, por lo mismo que el gobierno americano se instaló en Microsoft: para controlar el flujo de cosas y dirigirlas a la atención de la emergencia nacional.

Me pregunto qué sucederá en EEUU si se alcanza una incidencia como la que ahora se alcanza en Italia. Una cantidad enorme de la población está prácticamente a la intemperie en atención sanitaria. Eso normalmente es su problema, pero no cuando hablamos de una epidemia contagiosa. Si toda esa gente desatendida enferma de algo infeccioso, el problema será para todo el mundo. Desde luego el lucro privado no distribuirá análisis ni tratamientos. Y una actuación pública, costosa y excepcional, podría funcionar, pero corren el riesgo de que la gente repare en dos cosas: una, en que lo justo es que haya siempre una actuación pública que garantice la salud en un país rico como pocos (lo justo y lo eficaz; hay palurdos que apoyan a Trump proclamando que en su casa su padre le enseñó a desconfiar de lo que te dan gratis; ese es el nivel); y otra, que cuando el malestar de los de abajo es un problema para los de arriba, la justicia y la redistribución se abren camino. Corren el riesgo de que la gente recuerde que todos los avances sociales se consiguieron luchando y que las luchas fueron eso: procesos por los que el malestar de los humildes fue un problema para los poderosos.

Ahora toca jugar a las siete y media: ni sobreactuar por encima de los protocolos ni infravalorar esos protocolos y no sentir responsabilidad individual en ellos. Pero no dejemos de tomar el episodio como un viaje de estudios. Si llegamos a no tener ambulatorio ni médico donde llevar a nuestro padre, estaremos palpando cómo sería el mundo neoliberal descarnado para la mayoría de la gente, cómo el lucro privado nunca es un mecanismo redistributivo, cómo las estructuras públicas son la frontera con la barbarie y cómo esas estructuras públicas exigen responsabilidad económica de todos con el conjunto, y no como en una sociedad desagregada de individuos a granel, donde las piedras de cada uno se conviertan en pan.