Las fronteras de Jordania y Bosnia y la paloma de la paz de Picasso nacieron en un trozo de papel: son la metáfora perfecta del usar y tirar
23 feb 2020 . Actualizado a las 13:43 h.En el reverso de las servilletas de los cafés y restaurantes se han cometido crímenes y se han creado obras de arte. En una servilleta, Churchill dibujó unas fronteras que se convirtieron, mágicamente, en las del actual reino de Jordania. En otra, llena de rojas manchas de salsa de tomate, trazó la división del sur de Bosnia el entonces presidente de Croacia Franjo Tudjman. En otra, el presidente palestino Mahmud Abbas le hizo al primer ministro israelí Ehud Olmert una oferta de paz que no era y no fue. También la famosa Curva de Laffer, que determina la relación entre los impuestos y los ingresos, se la hizo Laffer al presidente norteamericano Gerald Ford en una servilleta. En una servilleta de un restaurante delineó Picasso el contorno de su paloma de la paz (en treinta segundos, según un testigo que se tomó la molestia de cronometrarle). En otra dejó impresos sus labios Marilyn Monroe (salió a subasta), y en otra los suyos Margaret Thatcher (también salió a subasta).
Por eso quería yo dedicarles un elogio a las servilletas de los bares, los restaurantes y los cafés. Especialmente, a las más humildes, a las servilletas de papel en las que hemos escrito tantas cosas pequeñas y medianas (porque las grandes no suelen caber). Desde ambiciosos proyectos de novelas o esquemas de libros de ensayo que ahí se quedaron, a listas de cosas pendientes o notas apresuradas de que hay que acordarse de comprar el pan. Es una metáfora perfecta del pensamiento de usar y tirar, este de la servilleta de papel, la encarnación física de la memoria a corto plazo, de la cosa que se supone una genialidad cuando se piensa, pero que luego parece una bobada escrita por otro cuando la volvemos a encontrar otra vez. Es una imagen muy exacta de los proyectos que quedan luego hechos trizas en el fondo del bolsillo. Son las ideas que nos dejamos olvidadas en el abrigo y volvemos a reencontrar al siguiente invierno, cuando ya es demasiado tarde para lo que sea. O las encontramos aún más tarde, años después, en un cajón o marcando una página en un libro, y reparamos entonces en el membrete de un café de Viena o de Betanzos, y eso nos hace recordar algo importante que habíamos olvidado.
La servilleta de papel es el punto en que se intersectan la literatura y la hostelería, la celulosa y la memoria, y pienso que los veintiún millones de toneladas de servilletas de papel que se consumen cada año podrían formar un registro secreto de lo que piensan, sueñan y temen los seres humanos: todas esas caricaturas dibujadas a toda prisa, esos números de teléfono a los que luego llamamos o no llamamos, esas direcciones en las que nos esperan, a veces en vano, esos mapas y croquis que nos llevan aquí y allá. La de la servilleta de papel es la verdadera escritura automática que decían haber inventado los surrealistas: la de los pensamientos casuales e irreprimibles. Es la expresión, en un papel con la misma textura del papel biblia, del subconsciente colectivo de la humanidad.
Así que, al igual que Plinio, que al describir al ganso en su Historia natural se acordó de que escribía sobre él con una de sus plumas, he pergeñado este artículo en el lomo blanco de cinco servilletas de papel en una cafetería. Las he guardado en el bolsillo de la camisa. Ahora solo hay que confiar en que no acaben en la lavadora, como pasa tantas veces, y aparezcan luego convertidas en una enigmática esfera indescifrable, el auténtico de fósil de una idea.
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