Un día de hace más de cien años se encontraron en una escalera Benito Pérez Galdos y Emilia Pardo Bazán. Ya hacía tiempo que se conocían, y atrás quedaba su relación amorosa. Parece ser que el amor entre ellos nació de la mutua admiración. Cuando empezaron a intimar, ella había publicado sus mejores novelas (Los pazos de Ulloa y Madre naturaleza); él, ocho años mayor, había escrito ya Fortunata y Jacinta. Vivieron una pasión sin tabúes, alimentada de encuentros furtivos en carruajes y en pisos de Madrid. De la relación, y de su evolución en el tiempo, da cuenta la correspondencia intercambiada entre 1883 y 1915 (Miquiño mío. Cartás a Galdós, Turner). Así, en 1883, Galdós es para Pardo Bazán su «ilustre maestro y amigo». Un año más tarde, su «querido y respetado maestro», luego será su «amado roedor mío» o su «ratonciño», y en 1889 pasa a ser «miquiño mío del alma». Pero en el momento del encuentro en la escalera las cosas habían cambiado y eran enemigos acérrimos. Pues el caso es que él subía con la lengua fuera y ella bajaba embutida en uno de esos trajes que cortan la respiración, arrastrando sus kilos de más. Justo cuando se cruzaban, doña Emilia se detuvo unos segundos, irguió el busto, tomó aire y dijo: «Adiós, viejo chocho». No acababa de terminar la frase cuando se dio cuenta de su error. No se lo podía haber puesto más fácil a su rival. Galdós, impertérrito, le sostenía la mirada sin pestañear: «Adiós, chocho viejo», le contestó.
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