Como cada domingo desde hace algo más de dos meses empecé El Mundo por la contraportada, con la ilusión y las ganas de volver a ver su foto y su firma allí, pero esta vez Gistau tampoco estaba. Y lo peor de todo es que ya no volverá a estar más.
Me enteré de la muerte de David Gistau por una notificación del móvil. Me entraron ganas de correr al bar más cercano y beberme la noche y la literatura en su honor, pero no lo hice. Me quedé en casa rumiando el desconsuelo y la tristeza de que se haya ido el mejor de todos. El «enfant terrible» se convirtió en maestro del periodismo a golpe de columnas, crónicas y reportajes. Él no lo sabía, y ahora ya nunca lo va a saber, pero es uno de los culpables de que yo hubiese empezado a juntar letras, porque escribir es lo que David hacía.
Mi educación sentimental está repleta de sus columnas, y en cajas que se apilan encima de mi biblioteca y por lo armarios guardo los recortes de sus piezas en prensa, porque la sola firma de DG justificaba la compra de un periódico. «¿Y a quién coño leemos mañana?» dijo Rubén Amón con la voz entrecortada en lo de Alsina, y yo le respondo que a Gistau, al que siempre habrá que volver, porque el buen periodismo nunca caduca, y él era el mejor. Me apena que ya nunca más otro joven, como yo lo fui en su día, se encuentre un artículo de David Gistau y decida que eso es lo que él quiere ser, que sueñe con compartir página con él, con tomarse un Dry Martini muy seco y charlar de boxeo, de literatura, de fútbol, de John Ford, de Garci, de Scorsese, de la Mafia, de esa cosa que es la vida, y que él hacía que fuese mejor.
Este golpe bajo ha ido directo al hígado y ha tumbado a todos sus lectores, a todos sus amigos, a su familia. Estamos en la lona, pero nos recuperaremos. No puedo parar de acordarme de sus cuatro hijos, porque perder tan pronto a un padre o a una madre es algo que marca de por vida y forja tu carácter desde la ausencia de ese progenitor que es también una presencia continua. Joder, se ha ido el mejor.
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