Más carne para la parrilla. Muchas voces señalan que La isla de las tentaciones tiene que estar guionizada. Que merece un premio al guion original. Originalidad tiene poca. Se basa en el demonio de los celos. Y, sobre todo, en que no hay nada más excitante que la imaginación. Las alas de la imaginación tienen un poderoso vuelo erótico. Fabular es gratis y puede llevar muy, muy lejos. Unas pocas imágenes seleccionadas provocan los instintos más básicos, o no, y disparan las consecuencias que puede tener lo que ni siquiera se sabe muy bien qué ha sido. La novia o el novio se queda con la duda de si hubo cuernos. O directamente no hay duda y la novia decide que el chico que la tienta en la isla, el nuevo, es el futuro.
La novedad siempre es un imán. Con eso se juega en estos programas que están revolucionando la audiencia, cuando la televisión convencional ya no sabe qué hacer para luchar contra los gigantes de las plataformas. Explotar las relaciones personales es siempre camino hacia el éxito. Esa isla de las tentaciones, esas chicas y chicos dispuestos a mucho, por sus cinco minutos de fama y un rato más de dinero, están claramente emparentados con aquellos de Mujeres, hombres y viceversa o con el longevo First Dates, con esas cenas que pueden prefabricar romances o huidas inmediatas. Nos atrae el corazón de los demás, porque no nos gusta mirar a los nuestros. La estrategia de La isla de las tentaciones es plantear con descaro lo que sucede en un patio de vecinos. Convertir el patio de vecinos en un plató de televisión. El matrimonio aburrido del tercer piso en su herida de bostezos busca morbo y tentar la diversión con la atracción que siente el vecino del quinto piso por la mujer. Algo chirría en esta propuesta televisiva que obliga a hablar de otro héroe reciente de las cadenas: el niño de «¡hostia, pilotes!». Un amo también en las redes sociales. ¿Por qué? Por su naturalidad que abruma. Por su desparpajo que hoy nos parece tan irreal. Por ser un niño que actúa como actuaron los niños toda la vida, antes de que se convirtiesen en adictos a los cascos y al show de los móviles. Me creo más al niño payés, a ese Miquel Montoro, al que arrulla el ruido del tractor de su padre, que a estos chicos y chicas guapísimos y sanísimos que lloran como en una obra de teatro, pero ni se comen las uñas perfectamente afiladas, mientras ven cómo su pareja está dando el paso. Isabel Pantoja, una maestra de lo artificial, diría que hay que enseñar los dientes. El chaval payés, en su versión galega, le recomendaría a un amigo al que le han puesto los cuernos que no hay disgusto que no pase metiéndose un buen cocido para hacer la digestión de quien te ha perdido.
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