La gran recesión dinamitó el Pacto de Toledo, que funcionaba como la seda: las cotizaciones de empresarios y trabajadores bastaban para pagar las pensiones, revalorizarlas automáticamente según el IPC y llenar la hucha de ahorros en previsión de la época de vacas flacas. Ahora, tras el fallido intento de la legislatura anterior, el Gobierno se propone plantear a las fuerzas políticas y agentes sociales la negociación de un nuevo pacto de las pensiones.
Las dificultades para el acuerdo son extraordinarias. El sistema se ha deteriorado en grado sumo y no faltan agoreros que lo sitúan al borde de la bancarrota. El trabajo precario y los sueldos bajos, secuelas de la crisis económica, merman las cotizaciones sociales. Y el desembarco de la generación del baby boom, que comenzará en el tramo final de esta legislatura, disparará el número de pensionistas. Las cuotas a la Seguridad Social ya no son suficientes para pagar las pensiones, que absorben más del 40 % del gasto presupuestario y generan más de la mitad del déficit público. El Estado con sus impuestos tendrá que acudir en auxilio del sistema.
Las circunstancias políticas tampoco ayudarán a encontrar la salida. El Gobierno lleva en su programa buenas noticias para los diez millones de pensionistas actuales: las pensiones serán revalorizadas conforme al IPC «de forma permanente» -lo que supone derogar la condena del 0,25 % impuesta por el factor de sostenibilidad- y las mínimas y no contributivas subirán más que el coste de la vida.
Pero el mismo programa se muestra más ambiguo al describir el futuro que espera a más de veinte millones de ocupados: se limita a descargar a la Seguridad Social de «gastos impropios» -tarifas planas de autónomos, por ejemplo-, incrementar sus ingresos «de forma estructural» y trasladar la responsabilidad de la suficiencia del sistema al futuro Pacto de Toledo. Sépase, para no engañarnos, que ni en Toledo ni en Guadalajara conseguirán la cuadratura del círculo: el sistema solo se sostendrá con más impuestos -¿ingresos estructurales?- o con recortes de las pensiones futuras. A esta última fórmula se apuntaba José Luis Escrivá antes de agarrar su cartera ministerial: proponía aumentar la edad efectiva de jubilación y ampliar el período de cotización que se toma para calcular la cuantía de la pensión.
Pero no echemos el carro antes que los bueyes. Ni siquiera sabemos aún si la oposición está dispuesta a sentarse a la mesa. No sabemos si Pablo Casado está abierto a pactos de Estado con el Gobierno que detesta, como le piden Núñez Feijoo y otros barones, o seguirá la pauta marcada por su negativa a negociar la renovación del Consejo General del Poder Judicial. En este caso cometería un doble error: bloquearía las reformas estructurales que España precisa y dejaría al Gobierno vía libre para colocar en el escaparate, sin cortapisas, sus medidas sociales. Sánchez e Iglesias suben las pensiones y Casado explica al pensionista por qué, para no hundir el sistema, no deberían haberlo hecho. Atribuyéndose ese papel no le arriendo la ganancia.
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