La Wikipedia concede a Charles Cunningham Boycott la responsabilidad creativa de la última gran estrategia de la derechona española. El planazo se dirigió primero contra Cataluña, con esa sui generis propuesta de resistencia cívica que llenó los supermercados de ciudadanos que revisaban el código de barras de los yogures con el afán denodado de un buen censor. Merendar calçots se convirtió en la gran traición española y el fuet adquirió las hechuras de un agente doble cuya ingesta transformaba las boinas en barretinas. Se estudia a estas alturas el impacto del boicot, más rentable en el intangible de la propaganda que en el PIB catalán, pero tan pintoresco que ha creado escuela. España se ha llenado de reinas de corazones que exigen cabezas con una ligereza cómica y el mismo rigor que la monarca de Carroll, absurda en su compulsión de resolver cualquier contratiempo a base de hachazos en la nuca.
La última ocurrencia de la reina ha sido boicotear Teruel, una extravagancia malvada que ha desencadenado un escrache feísimo contra el diputado Guitarte, encaramado de pronto hasta la primera página del Financial Times. Los habitantes de esa provincia hermosa y feraz, que acogió uno de los momentos más gozosos de la historia de España, en un ejercicio de convivencia y colaboración entre árabes, judíos y cristianos del que se presume poco, llevaban años gritando que estaban vivos y existían. Los mismos que los daban por muertos, que despreciaban la insultante hermosura de Albarracín o la quietud apabullante del Maestrazgo, vuelven a quererlos hoy muertos y, sobre todo, callados. Curiosos patriotas obsesionados con mutilar.
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