En unas semanas se materializará la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) y, aunque haya quien se sienta razonablemente aliviado por el final del culebrón que ocupa y preocupa a las instituciones comunitarias (y no digamos a las británicas) desde el inesperado resultado del referéndum de 23 de junio de 2016, la sensación que nos invade a los que hemos tenido contacto personal, académico y profesional con aquel país es, sobre todo, de gran tristeza. Durante todos estos meses, quien más quien menos albergaba la esperanza de que el laberinto constitucional y político en el que se habían metido los británicos tuviese en algún momento como destino un segundo referéndum, el reconocimiento de la falta de reflexión sobre el calado de la decisión y una sabia rectificación del electorado que evitase este desenlace. Nada, por otra parte, que, tras la inclusión de ciertas cautelas aplicables, no hiciesen Irlanda, con los Tratados de Niza (2001 y 2002) y Lisboa (2008 y 2009), o Dinamarca con el Tratado de Maastricht (1992 y 1993), aunque en el caso británico todo hubiese adquirido mayor dramatismo. Nos valía una remontada, de penalti dudoso en el último minuto, todo sea dicho, con tal de evitar llegar a esto. Las cosas, a la postre, no han salido igual porque, como es sabido, la trayectoria del Reino Unido en la Unión Europea siempre fue espinosa y han confluido para este resultado final, por un lado, la habilidad especulativa y oportunista de los conservadores adscritos al bando de los leavers, empezando por Boris Johnson, cuya malsana ambición es pareja a su éxito (y también a la infundada minusvaloración de sus capacidades por sus oponentes); y, por otro lado, el desastre estratégico de la reacción de los laboristas, ya desde el momento de la convocatoria del referéndum hasta el amargo desenlace de esta historia.
Desde que Jeremy Corbyn ascendió al liderazgo en el Partido Laborista (septiembre de 2015), como revulsivo de las bases y rectificación de los postulados de la Tercera Vía, la experiencia de retorno al laborismo clásico, previo a la era Thatcher y guardián de las esencias, despertó no poca curiosidad. La crisis de la socialdemocracia, en el contexto de la Gran Recesión, ha generado experiencias de todo tipo a la búsqueda de caminos para recuperar protagonismo político y sentido de la orientación, en un mundo confuso y cambiante. Que una persona con una trayectoria coherente en sus postulados, un compromiso duradero en defensa de los derechos sociales y las libertades, alcanzase el liderazgo del laborismo tras años de cierta marginalidad en el escenario, suscitó expectativas y despertó algunas ilusiones. No obstante, pronto se ha visto la cadena de errores de Corbyn, culminados en estas elecciones generales de diciembre: el empecinamiento en una receta económica que pocos comprenden en el Reino Unido de hoy, proponiendo una serie de nacionalizaciones de sectores estratégicos que casi nadie comparte, en lugar de centrarse en una agenda socialdemócrata viable (regulación eficiente, fiscalidad justa y servicios públicos robustos); la incapacidad para ampliar su base, conformándose con los convencidos; la enmienda a la totalidad al legado de los años del nuevo laborismo (13 años de gobierno, con muchas luces, a pesar de los graves errores en política exterior); y, sobre todo, su incapacidad y falta de interés real en liderar una apuesta por el mantenimiento del Reino Unido en la UE, en unos comicios inevitablemente (¿acaso podía ser de otra manera?) marcados por el Brexit.
En efecto, si Corbyn hubiera hecho campaña más decididamente en 2016 en el campo del remain, quizá la movilización de los progresistas habría ayudado a conseguir otro resultado (el referéndum se perdió por poco más de tres puntos). Si, al menos, en medio de las vicisitudes de la negociación con la UE y la constatación por la opinión pública de los riesgos no medidos del Brexit, Corbyn hubiera apostado por una posición firme para replantear lo decidido, la amplitud de la respuesta cívica (que ha sido, con todo, importante), quizá hubiera forzado una segunda consulta. Si, después de todo, frente a la zozobra del Partido Conservador, enfrascado en batallas interminables por el poder con la gestión del Brexit de por medio, Corbyn hubiera apostado por aglutinar, con un mensaje menos ideologizado, el respaldo de los partidarios de mantenerse en la UE, habría recuperado iniciativa y oportunidades. Si, por último, en las recientes elecciones, en lugar de apostar por culminar una renegociación del acuerdo de salida con la UE (aceptando someterlo después a referéndum, pero ya con el pacto cerrado para marcharse) hubiera defendido sin tapujos y de principio quedarse en la UE, habría canalizado el voto útil y dinamizado a ese amplio sector de la sociedad británica que así lo quería, a la que ha dejado huérfano y desamparado. Y, de paso, valga la frivolidad, si en lugar de su fidelidad a los viejos modos estéticos de la política (seguramente respetables, pero desarmados), hubiera hecho un poco de caso a algún asesor de imagen, no habría parecido en los debates televisivos un abuelito desvalido con sus gafas reflectantes y torcidas, frente al escurridizo y desvergonzado (pero eficaz, dialécticamente) Johnson.
Sin embargo, Corbyn apostó por mantenerse fiel a su indisimulado euroescepticismo de primera hora: no olvidemos que el referéndum de 1975, primero en el que el Reino Unido votó sobre su permanencia, Corbyn y el ala izquierda del laborismo ya votaron por la salida del club comunitario. Como si la UE de hoy, acosada por el nacional-populismo y blanco de las potencias más poderosas (el propio Trump alentó abiertamente el Brexit), pero mucho más evolucionada como organización de integración, fuese la misma Comunidad Económica de entonces, o las encrucijadas que atravesamos, similares. Al final, Corbyn ni movilizó a los desanimados partidarios de mantenerse en la Unión ni fue capaz siquiera de mantener muchos bastiones laboristas para los que teóricamente iba dirigido su retorno al ideario laborista de los 70. Perdió la oportunidad de recuperar escaños vitales en Escocia, que quizá habría retornado a votar laborista si la opción de mantenerse en la UE hubiera sido la oferta real y concreta. Y, sobre todo, favoreció el hundimiento definitivo y letal, no sólo para el Partido Laborista, al que mantiene en posición secundaria, sino, principalmente, para los muchísimos partidarios de permanecer en la UE, a los que condenó a la derrota más dura antes de salir a la cancha: no tener una papeleta que escoger con opciones sustanciales.
En el juego político perder o ganar es producto de muchos factores, la suerte entre ellos. Pero cuando toca el tiempo de las grandes decisiones, las que tienen efectos perdurables en generaciones, las que pueden afectar a la estabilidad política más elemental y a los lazos entre las naciones, la apuesta perseverante y porfiada, a despecho de todos los avisos, por la estrategia que lleva fatalmente a la derrota es, sencillamente, incomprensible e inadmisible. La izquierda europea debe tomar buena nota de la lección si quiere pintar algo en el futuro o sólo prefiere, digna e inútilmente, cantar sus letanías.
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