Que me perdonen los abnegados cultivadores del llamado Derecho Internacional, pero, supongo que como consecuencia de ser historiador y no jurista, siempre lo consideré comparable al que existía en Dodge City antes de la llegada de Errol Flynn. En el mundo se desarrolla una larguísima película, comienza en la prehistoria, en la que la mejor esperanza es que Jeff Surrett no sea demasiado malvado y su actividad depredadora resulte soportable. En ella nunca aparece el sheriff honesto, en todo caso será un competidor el que frene al violento cacique.
El último Jeff Surrett, Donald Trump, ha decidido traicionar a los kurdos porque considera que apoyarlos le produce más gastos que beneficios, un bandido vecino, Erdogan, lo aprovecha para invadir Siria sin previa declaración de guerra ni mandato de la fantasmagórica ONU o de la llamada «comunidad internacional». Ese cruel eufemismo, inventado para que EEUU y sus satélites pudieran saquear impunemente Iraq, abandonado por su jefe, intimidado por el matón de Estambul, se limita a hacer de plañidera, cierto que en otras ocasiones, como en Yemen, el Tíbet o Hong Kong, ni siquiera abre la boca.
Que los kurdos se vean obligados a buscar el apoyo de criminales sin escrúpulos, como El Asad y Putin, refleja bien cómo está el mundo. Hubo una época en que existía una izquierda que practicaba la solidaridad internacional y en ocasiones lograba frenar la barbarie imperialista, también cosechaba fracasos, como con la invasión de Iraq, pero al menos mostraba que sobrevivían principios como el deseo de justicia y la solidaridad. Hoy eso ha desaparecido. Lo que queda de ella vive en el desconcierto ideológico, es el caso de los socialdemócratas, pero también de los restos de un movimiento comunista que no ha querido enterarse de que la Unión Soviética nunca volverá y sigue apoyando a la dictadura reaccionaria de Putin y a sus criminales secuaces, como el gobierno sirio. Realmente, solo los trotskistas practicaron un internacionalismo coherente después de la Segunda Guerra Mundial, que también combatía la barbarie estalinista, no solo la del imperio americano, aunque en 1968 los principales partidos comunistas occidentales, especialmente el italiano y el español, condenaron la invasión soviética de Checoslovaquia, como luego harían con la de Afganistán.
Lo único positivo de la política de Trump, con su exaltación del nacionalismo y su rechazo a la mundialización, es que parece haber despertado a un sector de lo que queda de la izquierda, que comienza a darse cuenta de que algo iba mal si su discurso coincidía con el de la cada vez más fuerte extrema derecha. Bueno sería que recuperase el internacionalismo. Aunque su debilidad lo haga ahora poco eficaz para luchar contra el imperialismo, la xenofobia, el racismo y el machismo que todavía oprime con saña a las mujeres en demasiados países, quizá sea uno de los caminos para que recupere la credibilidad y la fuerza.
Volviendo al principio, resulta especialmente necesario combatir la propaganda, con la que, como con la Guatemala de Arbenz que ha recuperado Vargas Llosa, colabora la prensa progresista, que quiere hacernos creer que existe una comunidad internacional que hace respetar reglas razonables en la relación entre los estados y protege los derechos humanos. La única ley que siempre ha funcionado en la política internacional es la del más fuerte. Si Foster Dulles, tan implicado en el golpe de la CIA en Guatemala, se refería en los años cincuenta al dictador nicaragüense Anastasio Somoza como “nuestro hijo de puta”, hoy Trump se dirige a Al Sisi como «mi dictador favorito». Eso sí, en nombre de la libertad y los derechos humanos, sanciona a los que le molestan, aunque sean menos sanguinarios y tiránicos que los que protege. EEUU puede imponer tribunales internacionales a los demás y eximirse de ser juzgado por ellos, puede aplicar sanciones al estado que desee sin aval de la ONU y obligar a los otros a que las cumplan, puede romper tratados internacionales unilateralmente y encontrarse solo con leves quejas de algunos países. Rusia y China no ofrecen más garantías. La Unión Europea solo tiene una ficción de política internacional.
La izquierda siempre ha luchado por utopías, quizá no lo sea tanto, aunque tarde en llegar, una Europa federal, democrática y solidaria que tenga peso en el mundo. Probablemente sea más importante batallar por ella que fomentar nacionalismos que enfrenten a los pueblos. Hace más de un siglo, la primera gran organización obrera española se atrevía a decir esto: «¿Con qué poderoso talismán se arrastra a tantos miles de hombres contra sus propios hermanos, en perjuicio de sus intereses y en defensa de sus tiranos? Con el grito sagrado de la patria. ¡Pues maldita sea la patria!». Espero que hoy no me procesen por copiarlo.
Algo va mal en un mundo en el que se olvida que los yemeníes, los kurdos, los sirios, los palestinos, los tibetanos, los chadianos, los egipcios, los afganos, los iraquíes, los nicaragüenses, los... son seres humanos, o, si no se olvida, se los ve sufrir con indiferencia.
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