Fue el primero que me hizo un contrato. Luis José (de) Ávila era redactor jefe de La Voz de Asturias, que necesitaba tres periodistas, y yo fui uno de los elegidos. Como todavía no había finalizado la licenciatura, el contrato fue de Ayudante de Redacción, no de Redactor, pese a que mi función era esta última, cubriendo la información municipal de Oviedo. Ávila me conminó a ser vertiginoso. Él no tenía una gran cultura, igual que la inmensa mayoría de quienes se ocupaban de informar; pero ahora es peor: somos tan postanalfabetos como el conjunto de la sociedad postmoderna.
Él era pragmático, tomaba las decisiones con rapidez e intuición. Era explosivo, como la bomba atómica de Hiroshima del 6 de agosto de 1945, el mismo día de su nacimiento. Así, sus titulares de portada solían tener algo de uranio. Quería llamar la atención del lector, no siempre con prudencia.
Ocho años después, ya director de La Voz de Asturias, me llamó para el proyecto del nuevo amo, el Asensio de Interviú y El Periódico de Cataluña (el anterior era un gallego de talante represor con unos sujetos bien pagados que vigilaban la ortodoxia emanada al oeste de Eo). Era el Ávila de siempre, pero más relacionado, con una agenda sobrecargada, que es clave en el hacer de un periodista para estar al día. Con él, la Redacción estaba cómoda, pero se lo cargaron desde Barcelona porque el periódico no cumplía los objetivos de venta fijados. Tras él, los objetivos se alejaron aún más.
Desde entonces, Ávila desapareció de mi campo de visión. Solo dos o cuatro encuentros casuales y algún artículo de él en La Nueva España. En general, lo estimé. Aprendí algo de él qué hacer y qué no hacer. Aprendí también de él que la generosidad tiene cabida en una profesión plagada de cuchillos que acaban alcanzándote, habitualmente por la espalda. Porque un día me escribió una carta felicitándome por una noticia-reportaje. Nadie antes ni después tuvo conmigo ese gesto, porque soy mediocre, supongo. Por esto, y por todo lo antedicho, Ávila sigue en mí.
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