Según se veía venir desde hace tiempo, la corrección política ha acabado haciendo estragos. Origen de una genuina revolución neopuritana, la tiránica (y caprichosa) frontera entre lo correcto y lo incorrecto amenaza con arrasar conquistas sociales que nos parecían intocables: entre ellas, la libertad de expresión en su más amplio contenido.
Dos casos recientes, acontecidos en países donde la corrección política es ya una auténtica epidemia (Canadá y Estados Unidos) ponen de relieve lo que a no mucho tardar puede caérsenos encima en lugares donde no somos aun conscientes de su dimensión autoritaria.
A Justin Trudeau, primer ministro canadiense, se le ocurrió hace 18 años, cuando tenía 29, asistir a una fiesta disfrazado de Aladino, y se pintó la cara de negro, hay que suponer que con la única intención de darle más verismo al personaje de Las mil y una noches. Ahora, casi dos décadas después, ve amenazada su reelección por acusaciones de racismo, contra las que no le ha servido de nada haber sido un defensor del multiculturalismo que caracteriza la vida política y social de Canadá. Pero, en lugar de reaccionar contra el puritanismo de los que consideran enemigos de su raza (o de su sexo, o de sus preferencias sexuales) a todos los que no se someten a sus ucases, Trudeau ha bajado la cabeza y, como las víctimas de la Inquisición, ha implorado perdón por sus supuestas ofensas: «Pido disculpas a los canadienses por lo que hice. No debí haberlo hecho y asumo la responsabilidad». Así es como la corrección política avanza a paso de gigante.
Brett Kavanaugh, juez del Tribunal Supremo norteamericano, del que han formado parte muchos de los más prestigiosos juristas del país, vuelve a ser puesto en la picota (había sido antes denunciado por un supuesto caso de abuso sexual en su adolescencia, acusación que quedó en nada) por haberse desnudado en Yale en una fiesta. No conozco la historia de Kavanaugh y no seré yo quien salga en su defensa salvo para decir que nadie puede ver destrozada su vida personal y profesional por haber aparecido sin ropa en una fiesta universitaria, salvo que recuperemos las ideas integristas sobre el sexo y el desnudo. Porque una cosa es que alguien se desnude siendo un adulto en su trabajo y otra que lo haga un chaval en una fiesta desmadrada de universitarios. Quienes acusan a Kavanaugh deberían leer el libro del gran periodista Gay Talese sobre la revolución de las costumbres sexuales de los norteamericanos (La mujer de tu prójimo) y la importancia que tuvo aquella en el avance de la libertad.
La corrección política pudo ser en sus comienzos un freno contra el racismo, el machismo o la homofobia. Pero, transformada desde hace tiempo en un arma de poder de grupos no pocas veces fanatizados, la amenaza de esa corrección es que con el agua sucia el niño se nos vaya también por el desagüe. Un riesgo ante el que, por pura cobardía, no deberíamos callarnos.
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