Las lágrimas de Rafa en la Arthur Ashe Stadium tras conseguir su decimonoveno Grand Slam hacen que el Dios se haga humano, o al menos lo parezca. De igual manera que Jesucristo vino a la tierra a salvar a los hombres, Nadal lo ha hecho para jugar al tenis: que no nos salva de nada, más que de el tedio, pero hace que esta vida sea mucho mejor.
El lunes uno se cruzaba con gente bostezando, con profundas ojeras y legañas. Nos mirábamos unos a otros y sonreíamos, la culpa era de Rafael Nadal y Danil Medvédev que nos tuvieron cinco horas colgados del televisor hasta las tres de la madrugada. «Dormir es de cobardes» es el lema de los comentarista de la NBA, pero en este caso no hizo falta, quién podía pegar ojo teniendo a esos dos titanes en la pista. Hubo derechazos que los sentí pasar por el salón de mi casa para luego tocar la raya y perderse por el fondo de pista. El tenis, como todos los deportes individuales, es un deporte de equipo donde el deportista siempre está solo: acierto o error; victoria o derrota. Y, como en todo en la vida, la cabeza es lo más importante.
A cinco sets se fue la final, porque al español se le escapó entre las cuerdas de la raqueta y Danil, como buen ruso, siempre muere matando. El Cyborg castigaba sin piedad la derecha de Rafa, su revés a dos manos no puede ser más feo ni más efectivo. En el quinto y definitivo set los dos estaban al límite, pero como buenos perros de caza ninguno quería perder la presa. Con todo lo que da la experiencia y esa mente privilegiada RN aguardó la oportunidad, que vino en el quinto juego, y esta vez no la desaprovechó: se alzó con el US Open.
Medvédev tenía 9 años cuando Rafa Nadal levantó por vez primera un Grand Slam (Roland Garros 2005); la primera vez que lo hizo en Nueva York ( US Open 2010) tenía 14. La ‘Next Gen’ viene pisando fuerte, pero Rafael Nadal Parera es eterno.
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