Aunque la democracia internacional, teorizada por David Held, sigue siendo una utopía, es evidente que los pasos que se dieron después de las guerras mundiales para crear un foro político global -que actualmente es la ONU- abrieron fundadas esperanzas de que algunos grandes objetivos -como los derechos humanos, la lucha contra el hambre y las enfermedades, la protección de la infancia y las políticas de igualdad- podrían avanzar mediante acuerdos que llegasen a implicar a la práctica totalidad de los países de la tierra.
La clave de este atisbo de «democracia cosmopolita» estaba en que todos los líderes admitidos en esas asambleas eran legítimos representantes de sus naciones, y que el hecho de discutir en un foro común -aunque estuviese trufado de límites y privilegios propios de la realpolitik- generaba un atisbo de orden democrático mundial que, aunque indirecto, era mejor que los equilibrios armados o el permanente conflicto de baja intensidad. Pero la ONU, tal como hoy se presenta, es un convidado de piedra en la esfera internacional, ya que su capacidad para solventar conflictos o diseñar políticas globales frisa la irrelevancia.
Buena parte de esta debilidad viene de actores -como China, Rusia y Estados Unidos- que, en vez de cooperar en la definición y gestión del orden mundial, aspiran a dominarlo. Pero también es una dolorosa verdad que las democracias más avanzadas -EE. UU., Francia, Alemania, Reino Unido, Japón y Canadá- se han sumado subrepticiamente a la idea de minar la ONU, al aceptar que los grandes debates -sobre el equilibrio mundial, la paz y el desarrollo- se hagan en un club privado, al que se accede por cooptación, que, usando la fuerza de diferentes formas, decide por todos los demás.
De esta situación, que en la UE solo discuten los antisistema, cuando deberíamos hacerlo los más fieles servidores del sistema, se derivan la desconfianza, las autocracias nacionales, y los populismos de izquierda y derecha, que, pretextando que en la política internacional el que más chufla es capador, convencen a la gente de que hay que blindar los derechos e intereses de los pueblos mediante la vuelta al Estado soberano, que hoy contradice todos los modelos económicos y culturales que hacen progresar la humanidad.
Así se explica que cada vez que el G7 se reúne en un país democrático, tiene que ser protegido por miles de agentes que no dudan en tomar ciudades y regiones enteras, bloquear fronteras y limitar los derechos cívicos, para que los modernos sátrapas de la política, que deciden en nombre de nada y de nadie, puedan tomar su gin-tonic y dormir plácidamente, sin que nadie los moleste. Y también puede explicar que yo, el último defensor del sistema como soporte del hecho democrático, me haga radicalmente antisistema mientras estos irresponsables atenúan su marco democrático y se parapetan en el elitista G7, cosa que hacen -literalmente- para que sus propias constituciones no limiten su poder, aumentando de esta forma el desorden que nos invade.
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