Arturo Fernández tenía un loro que todas las mañanas al despertar le espetaba: «¡Arturo, guapo!». Así me lo contó en una entrevista hace ya demasiados años, en la que desplegó todas las alas del personaje que había creado a lo largo de décadas. Él era actor y su vida parecía un rol. Era como Norman Bates pero en plan Alfonso Paso, siempre con la comedia como montera. En esa entrevista le pregunté por un enigma que siempre me costó entender: por qué había renunciado al drama. Por qué un actor que es capaz de hacer reír (el reto más difícil), dotado con una innegable vis cómica, había ignorado la otra cara de la interpretación. Por qué Arturo Fernández no fue Marcello Mastroianni, o Alberto Sordi, o Vittorio Gassman, o incluso José Sacristán o Alfredo Landa. Actores de dobleces, de sonrisas y lágrimas. Arturo Fernández me despachó rápido: «No me interesan los dramas, para eso ya está la vida». En Truhanes, la película de Miguel Hermoso, había demostrado cómo era capaz de revertir su propio personaje y en sus primeras películas con Rafael Gil, con sus balbuceos, y en Dulce pájaro de juventud había demostrado otro carácter. Quizá primó su conservadurismo extremo, su incapacidad para el riesgo. Un conservadurismo también político (Franco queda a mi izquierda, ironizaba) que le fue arrinconando a la derecha, aunque su teatro de lentejuelas y smokings, de güiskis y batines de seda sepultaba el mensaje político y la trascendencia cultural. Arturo Fernández no era Sartre ni Camus ni un revolucionario aunque su padre había militado en la CNT y se había exiliado de España y el actor había vivido en primera fila la España de la posguerra y la represión. ¿Revolucionario? Fue un stripper en los ochenta, donde las señoras acudían en masa a verle el culo en el teatro e incluso consiguió que un asturiano ejerciendo de asturiano tuviese éxito nacional en la tele: eso sí que es revolucionario, chatín. Arturo fue finalmente su propio cliché y no se preocupó en evolucionar su saga, no se inquietó por elevar el listón. Parafraseando a McLuhan, él era el mensaje. Era el terno exquisito, la pajarita bien planchada, la mirada pícara y una declamación inconfundible. Una buena percha (¡vaya genética!) y todo un seductor de tópicazo y simpatía. Un caradura español. Arturo Fernández no quiso traspasar la frontera del drama, o sea la inmortalidad, pero a cambio labró una amistad profunda con sus apasionadas fans, que lo recordarán así, impecable, intachablemente chic, vestido de El Corte Inglés o Galerías Preciados. ¿Y el loro? Merecía haber sido disecado, por su entrega diaria.
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