El día que salió a la venta Malaherba, la última novela de Manuel Jabois, me hice con ella. Sobre todo, porque lo más importante de los libros, además de leerlos, es comprarlos y pagar por ellos, porque los que escribimos tenemos la mala costumbre de comer; y, también, a muchos nos gusta estar en los bares. A los pocos días tenía un largo viaje en tren hasta Barcelona -muy largo, larguísimo, España está más o menos bien conectada de Norte a Sur, pero de Este a Oeste estamos como en Namibia- y pensaba ponerme con él. No lo hice, el viaje era para acudir a una boda y preferí entregarme al deleite de los combinados mezclados por el traqueteo.
Pasaban los días y mi círculo de amigos y conocidos que leen, que no son muchos pero tampoco pocos, no paraban de elogiar el artefacto de Jabois. Yo me escuchaba todas sus entrevistas en la radio, leía todo lo que salía en la prensa, lo que se publicaba en redes sociales. Tenía toda la información del libro, sabía el argumento, las motivaciones y circunstancias para escribirlo; pero el libro seguía descansando en mi mesita -coronando la montaña de libros que allí hay, que un día se caen todos mientras estoy dormido y muero aplastado-, que es donde se acumulan las lecturas que voy arrastrando y las pendientes. Bueno, también tengo una edición muy cuidada y bonita de los Ensayos de Montaigne por si tengo que impresionar a alguien antes de acabar en la cama.
Todas las mañanas miraba el libro sin decidirme a hincarle el diente, y todas las noches me juraba que mañana sería el día. Incluso, con la información y los datos que había ido recopilando en mi cabeza sobre la trama, llegué a elaborar una novela alternativa en mi cabeza. No sé muy bien qué era lo que generaba que no me lanzase a la lectura de Malaherba, qué hacía que desease devorar esas páginas y a la vez nunca me decidiese a hacerlo. Todos los libros de Manuel Jabois los he leído de una sentada, algo así como lo que hacía la madre de Fernando Savater con los libros de Agatha Christie: desaparecía con el libro y hasta que no lo había terminado no volvía por casa. Pero su nueva novela seguía acumulando polvo.
Una de estas noches mientras escuchaba el podcast de «La Tertulia de Sabios» decidí que era el momento, vencí la pereza. Encendí la luz de mi mesita, estiré mi brazo hasta topar el libro y busqué un lápiz entre los cajones. Toda la noche, de un trago, como si de un chupito de «jagger» se tratase, leí el libro. La historia me absorbió. Desde el primer momento olvidé que Jabois era quien había escrito todo aquello para pensar que el autor era Tambu, el protagonista de la novela, y sentí que aquello sólo se me estaba revelando a mí. Como si todo fuese real, porque la ficción, cuando es buena, es la mejor manera de contar la verdad.
La terrible historia de la vida, del abandono de la infancia, contada con su azúcar y su hiel, con sus besos y su sangre, con el todo y la nada. MJ ha logrado el más difícil todavía: un libro con una prosa sencilla, absorbente, que tras la lectura deja poso y pone a uno a reflexionar. Ha hecho con 186 páginas lo mismo que con sus columnas: que todo sea bueno de principio a fin y que uno se quede con ganas de leer más.
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