Tribunal Constitucional

OPINIÓN

Sede del Tribunal Constitucional
Sede del Tribunal Constitucional Kiko Huesca | EFE

05 may 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

La existencia del Tribunal Constitucional confunde un poco a la ciudadanía. Y no es de extrañar. ¿Por qué ha de existir este órgano? ¿Acaso tiene un carácter político? ¿Quién es la cúspide del poder judicial el Tribunal Constitucional o el Tribunal Supremo?

Para aclarar estas dudas conviene hacer un poco de historia y revisar el origen mismo de la Constitución. Aunque existen otros precedentes, en la forma en que actualmente tiene hoy una Constitución (como un documento escrito, nacido de la voluntad popular), las Constituciones no surgieron hasta finales del siglo XVIII, en las recién emancipadas colonias norteamericanas. Uno de los problemas inmediatos que surgió fue el determinar cómo debía relacionarse ese tipo de norma recién creada con las leyes que aprobaba el Parlamento; unas leyes que, a diferencia de las Constituciones, tenían una larguísima tradición que se remontaba al medievo.

Estados Unidos y la Europa continental respondieron de forma diferente a ese interrogante. Los primeros lo tuvieron claro desde el principio: la Constitución era superior a las leyes, de forma que cuando estas últimas contradecían a aquella, dejaban de ser válidas. Así se estableció el sistema de judicial review: cada juez podría, por sí mismo, comprobar si una ley contradecía a la Constitución, y, si así fuera, dejaría de aplicarla. Esto tiene un problema: los jueces son independientes los unos de los otros, de modo que un juez puede inaplicar una ley, por considerarla inconstitucional, y otro, sin embargo, aplicarla por entender que no contradice la Constitución. Para lograr que se unifiquen posturas caben los recursos judiciales, de modo que cada instancia superior corrige lo dictaminado por las instancias inferiores, hasta llegar al Tribunal Supremo de los Estados Unidos: como este tiene jurisdicción sobre toda la federación, lo que diga se impondrá a todos los jueces. De este modo, si declara la inconstitucionalidad de una ley, esta dejará de existir, y ningún otro juez podrá volver a plantearse si es o deja de ser constitucional.

En la Europa continental (ya saben Vds. que Gran Bretaña siempre va por libre) la situación fue distinta. Existía un recelo para dejar en manos de los jueces la declaración de inconstitucionalidad de las leyes. Los jueces conformaban un estamento por lo general conservador, y se temía que, si podían enjuiciar las leyes, siendo la Constitución tan abstracta, fácilmente dejarían de aplicar aquellas que no les gustasen. A ello se añadía el hecho de que, en la lógica de Rousseau (que se extendió por Europa tras la Revolución Francesa) la ley era expresión soberana de la voluntad popular. ¿Cómo iba un juez a inaplicar la voluntad soberana? El resultado de este planteamiento fue que las leyes a menudo contradecían a la Constitución, y no habiendo quién pudiera declarar esa contradicción, campaban a sus anchas.

A comienzos del siglo XX en Europa se concluyó que, siendo la Constitución la norma suprema, también las leyes debían respetarla. Pero ¿era conveniente dejar ese control en manos del conservador estamento judicial, de modo que, como sucedía en Estados Unidos, cualquier juez pudiera fiscalizar las leyes? La respuesta que se dio fue negativa. Y así, Hans Kelsen, uno de los juristas más brillantes del siglo XX, ideó una alternativa: un tribunal específico, cuyo cometido fuese únicamente enjuiciar la constitucionalidad de las leyes. Había nacido el Tribunal Constitucional, que se implantó por vez primera en la Constitución austríaca (Kelsen era austríaco) de 1920. El propio jurista indicó las características que había de tener ese órgano y que, como se verá, se aplican a nuestro Tribunal Constitucional: debía estar integrado por un número escaso de miembros (en España son sólo 12); estos debían ser expertos contrastados en Derecho (en España se exige que sean juristas de reconocido prestigio con al menos 15 años de ejercicio profesional); elegidos por un amplio consenso (en nuestro país la mayoría los eligen el Congreso y el Senado por una mayoría cualificada de 3/5) y habían de ejercer sus funciones durante un período amplio (en España el cargo dura 9 años).

El Tribunal Constitucional actual no es el primero que hemos tenido. La Constitución de 1931 ya había puesto en planta un Tribunal de Garantías Constitucionales que, como el actual, no sólo se dedicaba a declarar la inconstitucionalidad de las leyes, sino también a declarar infracciones de derechos fundamentales (a través del recurso de amparo) y resolver los conflictos territoriales entre Estado y regiones (hoy Comunidades Autónomas), e incluso enjuiciaba penalmente al Jefe del Estado (algo que en la actual Constitución no se reconoce, por la inviolabilidad regia).

Dos son los problemas actuales del Tribunal Constitucional. El primero deriva de su elección. De los doce magistrados que lo componen, ocho los eligen las Cortes (cuatro el Congreso y cuatro el Senado), dos el Gobierno y dos el Consejo General del Poder Judicial. Por mucho que se exija que sean «juristas de reconocido prestigio», es evidente que, teniendo todos los órganos electores una naturaleza política, van a escoger a aquellos candidatos que tengan la orientación política que más les satisfaga. En el caso de los que eligen Congreso, Senado y Consejo General del Poder Judicial, puesto que la mayoría que se exige es muy amplia, es preciso contar con la oposición, y el resultado es que se ha implantado de facto lo que se denomina un «sistema de botín»: mayoría y oposición se reparten el número de magistrados que escogen. Ello conduce a una politización del Tribunal Constitucional que resulta extremadamente perjudicial para la imagen del órgano. Por su parte, los magistrados elegidos por el Gobierno van a ser exclusivamente de su misma orientación política.

El segundo problema reside en su facultad de resolver recursos de amparo (recursos que se utilizan cuando se ha vulnerado un derecho fundamental), que lo acaban convirtiendo en una instancia judicial más, suplantando las facultades de que dispone el Tribunal Supremo. De ahí el conflicto que en ocasiones se ha producido entre ambos órganos. Por no hablar de la sobrecarga de trabajo que para el Tribunal Constitucional representan los recursos de amparo, a los que dedica el noventa por ciento de su tiempo, retrasando con ello lo que debiera ser su cometido principal: el control de constitucionalidad de las leyes.

Así las cosas, sería oportuno repensarse la composición y el papel del Tribunal Constitucional en una eventual reforma constitucional. O a lo mejor concluimos que no es siquiera necesaria su existencia, y que podemos importar el modelo estadounidense. A ellos les ha ido bastante bien en los últimos dos siglos.