Morrissey renegaba de la música que no le dice nada a nuestras vidas. El vasto cancionero de Bob Dylan parece tener una pieza escrita exclusivamente para todo trance. Para el amor recién descubierto (I Want You) y el que fue y quizá nos haya olvidado (Girl From the North Country), para las parejas que pudimos haber tenido (Tangled Up in Blue), para los reproches (Idiot Wind) y arrepentimientos del corazón (I Threw it All Away). Para el desamparo en los fríos de la gran ciudad (Talkin’ New York), para la vida nómada (On the Road Again) y la añoranza del paisaje amado (Highlands). Para cuando hemos perdido la fe (When He Returns) y para cuando la hemos recobrado (Someone’s Got a Hold of my Heart). Para cuando nos sentimos a la merced de los poderosos (Only a Pawn in their Game), títeres en sus manos (With God on our Side), para cuando nos hemos hartado (Maggie’s Farm). Para estremecernos en historias de maldad (The Lonesome Death of Hattie Carroll) o dejarnos fascinar por el misterio (All Along The Watchtower). Para ser cada día más jóvenes (My Back Pages) o dejar fluir la vida (Time Passes Slowly) antes de poner el pie en el estribo, con las ansias de la muerte (Every Grain of Sand). Una canción, en suma, para verbalizar cualquier sentimiento, profundamente humano. En las canciones de Dylan encontramos un espejo en el que buscamos esa imagen que nos oriente o consuele, sabedores de que el reflejo será la que necesitamos pero al que no habríamos llegado solo por nuestros propios medios. Como todos los clásicos, están suspendidas en el tiempo para que podamos volver a ellas cuando sea, porque siempre nos dirán algo, le dirán algo a nuestras vidas.
Y luego está el autor. Bob Dylan: esa presencia esquiva y enigmática, a veces rudo y retador, pero también capaz de la sorpresa y los sueños. Mientras sus canciones giran en los surcos de vinilo, orbitando eternamente, el hombre que las ha creado se ha refugiado en la figura de un ermitaño que solo se revela para oficiar un ritual que espera le trascienda, como esos trovadores o músicos ambulantes que de feria en feria, de pueblo en pueblo, desgranan el saber que el pueblo ha depositado en la tradición común. Igual que el Próspero de Shakespeare, ha puesto mar por medio y se ha exiliado en una isla inaccesible a las tempestades de lo terrenal, pero le sigue bastando su magia para obrar hechizos a su voluntad. El Dylan crepuscular y ronco, áspero y huraño, nos recuerda al tiempo en que creíamos que la música podría cambiar el mundo, aunque a quien nos ha cambiado es a nosotros.
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