Herminio Menéndez, José María Esteban Celorrio, Luis Gregorio Ramos Misioné y José Ramón López Díaz-Flor. Así se llamaban los cuatro jóvenes piragüistas españoles que conquistaron la medalla de plata en la final de K-4 1000 en la Olimpiada de Montreal 1976. Su hazaña marcaría un hito sin precedentes en el deporte español. Era mucho más que una marca o una medalla. Era la prueba irrefutable del despertar de un país al deporte olímpico. Era la demostración palpable del inmenso potencial español en el deporte de élite, sin miedos ni complejos.
Aquellos cuatro deportistas no solo eran muy fuertes, valientes y disciplinados, sino que demostraron un ingenio, una capacidad de aprendizaje y de construir equipo, que los convirtió en un ejemplo excepcional para la posteridad. Su rápida ascensión deportiva en la élite internacional podría ser objeto de estudio y análisis para cualquier estratega del deporte o para algún erudito apasionado de las gestas deportivas singulares.
Lo cierto es que aquellos cuatro jóvenes pasaron en muy poco tiempo de promesas a estrellas del firmamento olímpico, y que en el backstage de aquel «milagro español» era pieza clave la inteligencia y la firmeza de un entrenador llamado Eduardo Herrero, que vivía su cometido como un auténtico sacerdocio.
La diosa Fortuna quiso que aquellos cuatro jóvenes mantuvieran a lo largo de su vida una estrecha vinculación con el piragüismo y con el mundo del deporte en general. Que mantuvieran una sólida amistad entre ellos, y una relación paterno-filial con Eduardo Herrero. Esa diosa que a menudo se nos antoja caprichosa quiso que, más de cuatro décadas después, el k-4 de Montreal siga siendo un referente para todas las generaciones posteriores en el mundo del deporte español. Ellos fueron la primera de las 16 medallas olímpicas conseguidas hasta hoy en piragüismo. Fueron la primera piedra de un edificio que cada vez se engrandece más y más.
Herminio Menéndez, José María Esteban Celorrio, Luis Gregorio Ramos Misioné y José Ramón López Díaz-Flor son definitivamente unos seres elegidos para la gloria. Una gloria que ya se puso de manifiesto un año antes de la Olimpiada de Montreal. Fue en 1975, en Belgrado, cuando se proclamaron (contra todo pronóstico) campeones del mundo, y marcaron otro hito sin precedentes en la historia del deporte español.
Me cuenta Manolo Fonseca, con emoción contenida, que cuando estos cuatro elegidos para la gloria entraron en el comedor del hotel de Belgrado, todas las selecciones del mundo se pusieron en pie para aplaudirlos. «Nunca volví a ver nada parecido», concluye un apasionado Fonseca…
Aquel k-4 de Montreal 76, que seguramente mereció ser medalla de oro, es hoy mucho más que una embarcación de éxito. Aquel k-4 hizo posible que los dioses del Olimpo hablasen español, un sueño imposible hasta entonces.
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