En tiempos recientes ha medrado la ocurrencia de que la Constitución española tiene que ser sustituida por otra nueva, porque la generación actual no la aprobó en su día y, por tanto, se considera ajena a ella. Quizás quien formula tal cosa se crea muy original, y no sepa que esa idea fue formulada en el siglo XVIII por Thomas Jefferson, quien sostenía que una Constitución no podía perdurar más allá de la generación que la había concebido. Su colega, James Madison, le hizo ver (eso sí, muy educadamente) la tontería de lo que había formulado: las normas mantienen su vigencia en tanto no existan otras posteriores que las deroguen. No sólo cada generación, sino la misma generación que ha aprobado la Constitución, ha de tener la posibilidad de cambiarla, pero no cuando se le imponga, sino cuando lo considere conveniente. Ello sin contar que las generaciones no se sustituyen las unas a las otras, sino que conviven entre sí. Lo que es soberano es el pueblo, no una generación. Lo que sorprende es por qué quienes abogan por un cambio constitucional no se plantean lo mismo para el Código Civil, que, aunque frecuentemente modificado, data de 1889.
Puestos a a denigrar la Constitución, se cuestiona además que es difícil de cambiar. ¡Pues claro! Se trata de la norma superior, que articula los principios básicos del Estado; estos no pueden modificarse alegremente, porque ningún país podría convivir con esa interinidad, sabiendo que hoy es una república, mañana una monarquía, pasado una federación, y dentro de una semana parte de su territorio se ha secesionado. La democracia entraña posibilidad de cambio, pero cuando estamos hablando de la norma suprema, la estabilidad representa un factor relevante… e incluso más democrático: una decisión que tenga que adoptarse por una mayoría muy cualificada (digamos 2/3) en vez por una mayoría simple (más votos a favor que en contra, sea cual sea el número) requiere un mayor grado de consenso, y por tanto se tratará de una decisión más democrática. De resultas, más complejidad para cambiar la Constitución no es más antidemocrático, sino justo lo contrario.
Nuestra Constitución pertenece, pues, a lo que se denominan como “Constituciones rígidas”, es decir, que el procedimiento para su enmienda resulta más complejo que el que se sigue para la aprobación de las leyes. La Constitución del 78 articula dos procedimientos con distinto grado de complejidad. El primero, ordinario o sencillo, requiere mayoría de 3/5 del Congreso de los Diputados e idéntica mayoría en el Senado. Si en una de las Cámaras no se obtuviese tal mayoría, podría aun así reformarse la Constitución por una vía alternativa: se formaría una Comisión integrada por diputados y senadores, y tratarían de llegar a un texto de consenso, que se votaría nuevamente en ambas cámaras, requiriéndose entonces unas mayorías algo distintas (2/3 en el Congreso y mayoría absoluta, es decir, mitad más uno de los miembros de la cámara, en el Senado). Finalmente, si lo solicitan la décima parte de los diputados o de los senadores, habría que celebrar un referéndum, y el pueblo tendría la última palabra.
El otro procedimiento, el agravado, es mucho más complejo, por tres factores. El primero es el de la mayoría exigida: 2/3 de cada cámara, y además, esa mayoría ha de alcanzarse en dos ocasiones. Y ello por el segundo factor: después de acordada por 2/3 la reforma, hay que disolver las Cortes y convocar nuevas elecciones. Reunidas las nuevas cámaras, tendrán que ratificar por idéntica mayoría de 2/3 la reforma. Y, finalmente, el tercer factor de complejidad deriva de que la reforma se somete obligatoriamente a referéndum nacional.
¿Para qué dos procedimientos? Pues sencillamente porque el segundo se reserva para reformas parciales de la Constitución que afecten a partes consideradas especialmente relevantes, como el Título Preliminar, donde se regulan los principios básicos del Estado (Estado de las autonomías, democracia, Estado de Derecho, Monarquía, sistema parlamentario de gobierno…), los derechos fundamentales o la Corona (en este último caso es un privilegio que los constituyentes concedieron al Rey por su papel en la Transición). Ese mismo procedimiento se tendrá que utilizar si lo que se quiere es reformar totalmente la Constitución; es decir, cambiarla por entero. Para cualquier otro cambio constitucional distinto a los que acabo de mencionar, podrá utilizarse el procedimiento de enmienda más sencillo.
Resulta hilarante que haya quien tilde a nuestra Constitución de poco democrática cuando todo, absolutamente todo en ella, puede modificarse. Algo que otros países de nuestro entorno, que a menudo se citan como ejemplos democráticos, no contemplan: tal es el caso de Alemania o Francia, donde entre otras cosas la unidad territorial es irreformable.
Siendo tan generosa nuestra Constitución, es inadmisible que haya quien quiera tildarla de poco democrática o que quiera cambiarla con un simple referéndum en un territorio, saltándose las reglas que articula la Constitución. Ya puestos, no entiendo por qué no debiera hacerse un referéndum sobre la Monarquía, o sobre la supresión del Estado de la Autonomías, o sobre lo que fuese… Tendría la misma legitimidad. Y el argumento de quien quiere obviar las reglas para enmendar la Constitución es así de sencillo: como el procedimiento de reforma constitucional es complejo, tomo un atajo, incumplo la Constitución y me quedo tan ancho. Quien eso dice, tendría que tener en cuenta que el mismo argumento valdría para imponer la pena de muerte, suprimir los derechos sociales, instaurar una dictadura o eliminar totalmente la autonomía de una sola Comunidad Autónoma: puestos a infringir la Constitución, todas las opciones son posibles.
Otra alternativa, propuesta por algunos partidos que siguen el juego al secesionismo catalán, como Podemos, es la de incluir un nuevo procedimiento de reforma que permita que un territorio español pueda secesionarse. Una posibilidad que, curiosamente, sólo propuso en su día en las Cortes constituyentes el diputado aberztale Francisco Letamendia, que en las siguientes elecciones concurrió con un partido tan “democrático” como Herri Batasuna, nada menos que el brazo político de ETA. Pues bien, si la Constitución ya permite la secesión (por el procedimiento de reforma más complejo, es cierto) ¿por qué habría que crear un procedimiento nuevo y específico para lograr ese mismo objetivo? Ya puestos, ¿por qué no creamos un procedimiento particular para instaurar una república? A fin de cuentas, los partidarios de la República en España somos muchos más que los catalanes independentistas, que ni llegan al 50% del cuerpo electoral catalán. Puestos a satisfacer demandas sociales, la del republicanismo cuenta con más adeptos. ¿Por qué esa diferencia de trato? ¿Será porque el republicanismo opta por una vía pacífica y por respetar las normas? En cuyo caso la lectura no puede ser más peligrosa: los secesionistas, ya sea con el terrorismo de ETA, ya sea con malversación de fondos, sedición e incumplimiento de resoluciones judiciales, acabarían obteniendo como premio un procedimiento específico de reforma.
Lo que esos mismos partidos proponentes no tienen en cuenta es que no serviría de nada: para incorporar ese procedimiento específico de reforma habría, previamente, que reformar la Constitución por la vía más compleja. O sea que tendrían que someterse a dos procedimientos de enmienda: uno para incorporar esa nueva vía de secesión, y un segundo para hacer uso del mismo. Fútil intento, cuando al secesionismo sólo le vale marcharse de España sin procedimiento alguno.