La Constitución española menciona la inviolabilidad de ciertos cargos públicos en un doble sentido. Por una parte se refiere a una prerrogativa propia de diputados y senadores que entraña su irresponsabilidad civil y penal por las opiniones que manifiesten y por los votos que emitan mientras ejerzan sus funciones representativas. Pero, por otra, nuestra norma fundamental también se refiere a la inviolabilidad del Rey, y esta es mucho más llamativa.
En efecto, cuando la Constitución señala que la persona del Rey es inviolable está fijando una total irresponsabilidad del Monarca por cualquier acto que perpetre, sea público o privado. Dicho de otro modo, no le protege sólo en su actividad como titular de la Corona, sino también por cualquier delito o infracción civil que pueda cometer actuando como un simple ciudadano. Es una cuestión que les encanta siempre a los estudiantes. «Entonces, si el Rey mata a alguien, ¿no iría a la cárcel?» y luego empiezan a preguntar por otros delitos, cada vez más truculentos, propios de un sociópata. La respuesta, sin embargo, siempre es la misma: la inviolabilidad excusaría de todas esas infracciones. La única vía alternativa sería la incapacitación del Rey, que pueden realizar las Cortes. Aunque en principio está prevista para casos de enfermedad, una interpretación flexible podría conducir a considerar que tales infracciones imposibilitan del ejercicio de la jefatura del Estado. Aun así, se trata de una interpretación cuando menos discutible.
A menudo se considera que esa protección constitucional a la figura del Rey responde a que este es jefe del Estado siempre; desde que se levanta hasta que se acuesta. Dicho de otro modo, que en sus actos privados también es titular de la Corona. Aun así, lo mismo podría decirse de un jefe del Estado republicano. La Monarquía es sólo una forma de provisión de la jefatura del Estado (hereditaria) pero no confiere a su titular una condición de «más jefe del Estado» que en una República. Los actos privados del Rey son eso, actos puramente privados, en los que no actúa como titular de la Corona, sino como ciudadano. Si la Constitución los excluye de responsabilidad es por pura voluntad del constituyente y no por entender que incluso cuando el Rey va al baño es jefe del Estado, y que eso no sucede en una república.
En términos históricos esta inviolabilidad regia es excepcional. En la alta Edad Media, el Rey era responsable de sus actos tanto públicos como privados. Es más, estos se diferenciaban netamente con la doctrina de los «dos cuerpos del Rey», que permitían diferenciar al titular de la Corona (y sus actos privados) de la Corona misma (y por tanto de la actuación como institución regia). Basta ver las tesis hierocráticas, que sujetaban al Rey a la voluntad del Papa, o las ideas de los monarcómacos, que consideraban que la comunidad podía deshacerse del Rey cuando se convirtiese en un tirano. Unas tesis defendidas por la neoescolástica española con más intensidad que en prácticamente ningún otro país del mundo. Autores como Francisco Suárez, Francisco de Vitoria o Diego de Covarrubias se convirtieron en un referente de estas doctrinas más allá de nuestras fronteras, influyendo en por ejemplo en autores holandeses (Grocio) o alemanes (Puffendorf y Althusio). Es más, Juan de Mariana llegaba a defender el tiranicidio, es decir, la posibilidad de ejecutar al Rey si devenía en tirano.
A medida que se avanzó en las posiciones absolutistas estas tesis fueron interesadamente desechadas por el Rey y sus teóricos, como Bodin o Richelieu. En un principio los actos que hallaron cobertura fueron los públicos, merced a dos máximas que los ingleses acuñaron en términos luego muy difundidos. La primera rezaba «King can do no wrong», es decir «el Rey no puede equivocarse». Su inviolabilidad estaba amparada en una presunta infalibilidad. Una segunda máxima complementaba a la anterior: «King can not act alone», esto es, «el Rey no puede actuar solo». Sus actos debían ser refrendados (es decir, firmados) por uno de sus ministros, que de este modo se endosaba la responsabilidad por cualquier infracción que se percibiera en ellos. De este modo la conclusión era clara: el Rey no se equivoca, sino que los que se equivocaban eran los ministros que, con su firma, habían consentido un acto ilegal del Rey. Si hubiesen actuado correctamente, se habrían negado a firmarlo, con lo que el acto regio no tendría validez.
Todo lo anterior vale, pues, para los actos públicos y, de hecho, todavía hoy en España se mantiene la figura del refrendo: son el Presidente del Gobierno, los ministros o el Presidente del Congreso de los Diputados, según los casos, quienes se encargan de refrendar los actos públicos del Rey y asumir la responsabilidad por ellos. Pero los actos privados del monarca no se refrendan, y aun así la inviolabilidad los protege. Ahí es donde está el problema.
Reformar la Constitución para eliminar la responsabilidad del Rey al menos por sus actos privados, parece algo sensato, porque la actual irresponsabilidad regia supone limitar un derecho de los ciudadanos: el derecho a la tutela judicial efectiva, es decir, el derecho a reclamar infracciones ante los tribunales. Bastante privilegio tiene ya nuestro Jefe del Estado al ocupar un cargo público sin someterse a proceso electivo alguno, como para encima concederle unos privilegios desproporcionados que se sustentan sólo a base de limitar los derechos ciudadanos.
La idea de que Rey e inviolabilidad van necesariamente de la mano carece pues de respaldo histórico. Hacer al Monarca responsable sería una vuelta a los auténticos orígenes de la Monarquía como institución, y nos situaría, como en el Siglo de Oro en que medró la neoescolástica, a la cabeza de Europa en este asunto de Estado.
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