Amarcord. Yo estudié en el colegio Salesianos de Deusto (Bilbao) entre 1975 y 1983. Y por supuesto, conocí a don Chemi. Era uno de mis profesores, pero muchos creíamos erróneamente que era el director porque tenía un despacho que daba inmediatamente al patio de juegos, y por su carácter despótico y violento. Me sorprende que nadie hable de la compasicilina, la medicina que aplicaba a los alumnos díscolos. Utilizaba para ello un compás de madera de los que se usaban para dibujar en la pizarra, con el que atizaba las posaderas del infortunado; decían que, además, lo hacía por la parte donde una palomita metálica unía los dos brazos, para hacer más daño. La escena nos infundía temor y respeto, nadie quería ser la siguiente víctima.
En aquella época los castigos corporales eran habituales, ‘la letra con sangre entra’. Higinio, otro docente, propinaba agudos capones con los nudillos (y entre los escolares corría la leyenda de que se servía también de un llavero con forma de estrella, aunque quizá sea un poco exagerado), y don Gregorio encadenaba bofetones con alegría. Reglazos en la punta de los dedos eran el pan nuestro de cada día.
Yo no sufrí ningún abuso, más allá de algún sopapo ocasional, pero lo que se lee y se comenta estos días -ya son más de 30 las denuncias contra don Chemi y otros profesores del centro en aquellos años, aunque la Justicia las está archivando al haber prescrito- no me resulta extraño. En la oscuridad del salón de actos, donde los domingos se proyectaban clásicos como Los cañones de Navarone o aquellas comedias de guantazos de Bud Spencer y Terence Hill, algunos curas se sentaban en el gallinero junto a los chavales. Tenían sus favoritos y a algunos les permitían corretear por el ala donde estaban los dormitorios de los religiosos. Los demás lo veíamos con envidia, así de ingenuos éramos.
Recuerdo también a un individuo ya mayor, creo que era un sacerdote retirado, que iba por el barrio acercándose a los niños para besarlos. «El besito de Dios», decía, y se agachaba para unir sus labios a los de los pequeños. Nosotros torcíamos la cara y con suerte conseguíamos esquivar el ósculo envenenado. Esto ocurría en la calle, en la tienda de chuches, en la panadería, delante de todo el mundo, adultos incluidos, pero nadie hacía nada. Normal. Un periodista del El Correo entrevistó estos días a los vecinos de don Chemi y todos aseguraron que era «una bellísima persona». La empleada de una farmacia incluso derramó unas lágrimas de compasión por el ahora anciano.
Son recuerdos que vuelven después de cuatro décadas, pero que en mi caso permanecían enterrados en la memoria. Otros no tuvieron tanta suerte y se han pasado media vida reviviendo dolorosos episodios, con una mezcla de vergüenza y remordimientos -que no prescriben-. Son hombres hechos y derechos, pero ellos también pueden gritar Me Too.
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