En una imagen de Joan Coscubiela sobre la deriva del procés catalán, Puigdemont y Junqueras conducían un coche en dirección a un precipicio. Ninguno quería ser el cobarde que frenase pero ambos confiaban en que el otro lo haría en el último momento. Como se esperaba, Puigdemont pisó el freno antes del límite, pero la reacción del desagradecido copiloto fue tan violenta, acusándolo de Judas, que el President cerró los ojos, pisó a fondo el acelerador y cayeron por el barranco todos menos él, que con el impulso llegó a Bélgica.
La reciente manifestación de la Plaza de Colón, en Madrid, nos deja la imagen de otro coche acelerando camino del desastre. Esta vez conduce Santiago Abascal, a toda hostia, confiado en el agarre del deportivo que acaba de regalarle papá José María tras su ascenso a cabo primero en la Legión. A su lado va su hermano pequeño, Pablo Casado, el estudiante, subiendo la música, codo en ventanilla, insultando a los conductores lentos que adelantan sin piedad. Agazapado en la parte de atrás viaja Albert Rivera, el primo estirado de Barcelona, abochornado por tan vulgar parentela, escondiéndose de las fotos, maldiciendo a su hermana Inés por perder el avión y dejarle solo con los primitos fachas de Madrid.
También les acompaña la tía de Asturias, Carmen Moriyón, sin cuerpo ni edad ni ganas para soportar la conducción deportiva del cabo primero reciente, pero obligada al trago por su padrino, el abuelo don Francisco. Desde la carretera, envuelta en una bandera de España a modo de capa, Teresa Mallada soporta resignada el agravio de ver a su tía y paisana desentonando al lado de los primos de la capital, mientras ella, en edad y hechuras, ha de conformarse con robarles un miserable selfie. En casa se quedó Juan Vázquez, el cuñado progre recién llegado a la familia, mirando por encima del hombro y negándose a compartir viaje con semejante chusma, aunque pocos dudan que olvidará los remilgos si el legionario los conduce a todos al palacio familiar de la playa el próximo verano.
Tras el pinchazo en Colón, la familia es un mar de dudas esperando por la grúa en la esquina con Génova. Mientras Santiago intenta levantar el coche a puro huevo para cambiar la rueda, los demás cuchichean en corrillos con los amigos que se van acercando. Pablo Casado llama a papá para chivarle que Rivera quiere repetir fiesta en Barcelona y demostrarles cómo se hacen allí las cosas. Nadie hace caso a la tita Carmen y sus quejas por el frío de Madrid, según repite menos húmedo que en Gijón pero más desagradable. Albert Rivera, alejado del grupo, mirando con cansancio y melancolía las luces de los coches que pasan, decide por fin parar un taxi y largarse. Sólo en el último momento, cuando la luz verde se acerca, baja el brazo y regresa con los demás cayendo en la cuenta del peligro, recordando que nada de taxis, que ya si tal mejor un Cabify.
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