La izquierda española y Venezuela

Xabel Vegas
Xabel Vegas TRIBUNA

OPINIÓN

Maduro, en un momento de la entrevista
Maduro, en un momento de la entrevista

05 feb 2019 . Actualizado a las 18:19 h.

Las simpatías de la izquierda española situada a la zurda de la socialdemocracia hacia el régimen venezolano siempre me han generado una extraña mezcla de estupor y desagrado. Una simpatía que una parte considerable de la sociedad española, con buen criterio, ha considerado inexplicable y que ha contribuido a impedir que en su día la marca Podemos lograra construir grandes mayorías electorales. La estrecha relación de algunos de sus dirigentes con el régimen bolivariano se convirtió en un lastre, convenientemente explotado por la derecha mediática, que resultaba difícilmente entendible en una sociedad democrática y plural como la española.

Pero lo cierto es que la realidad se impuso y, tal vez por exigencias electorales, porque la situación venezolana se tornó indefendible o por verdadera evolución ideológica (o puede que por todo ello al mismo tiempo) algunos líderes empezaron a matizar su discurso sobre el régimen bolivariano. Ya no se trataba del faro que guía a los movimientos mundiales alternativos al neoliberalismo sino de un país torpemente gobernado en el que cabía preguntarse si la oposición no era aún peor que el propio gobierno. Como ya no era posible defender abiertamente a Maduro sin provocar verdadero estupor en la audiencia, lo que tocaba era cuestionar la legitimidad de una oposición con intereses oscuros y presuntamente espurios, incluso aunque lograra convocar en la calle a millones de venezolanos y venezolanas. Y por supuesto apelar a la soberanía y a la no injerencia, como si tales conceptos pudiesen soportar cualquier aberración política.

Hoy, para disgusto de la izquierda, la situación de Venezuela ha vuelto a aparecer en la agenda política española. Y a pocos meses de unas triples elecciones, no parece una buena noticia. Incluso cuando ya no escuchamos aquellas entusiastas loas de hace unos años al régimen bolivariano, algunos líderes de la izquierda se ven obligados a hacer piruetas argumentales destinadas a contentar a los propios y, al mismo tiempo, no enfadar demasiado a los ajenos, que al fin y al cabo pueden llegar a votarnos. Una postura que, a medida que se agrava el conflicto en Venezuela, cada vez resulta menos creíble.

No cabe duda de que la postura de la izquierda pasa por no dar por buena la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente de Venezuela. Difícilmente el conflicto podrá solucionarse pacíficamente con hechos consumados, con ultimátums o con algo diferente a una negociación. Hubiera sido deseable un papel más valiente de la izquierda en los últimos tiempos en defensa del papel mediador de Zapatero, empezando por su propio partido. Pero eso ya no basta. Es necesario reconocer que al gobierno de Nicolás Maduro le falta ya la mínima legitimidad exigible en un régimen democrático.

Hay que reconocer que Maduro es jefe de Estado gracias a unas elecciones presidenciales, celebradas el pasado año, que no contaron con la participación de la mayoría de la oposición, que llamó a la abstención. Un proceso, además, plagado de irregularidades, que prácticamente no contó con observadores internacionales imparciales y que presentó numerosas y legítimas dudas acerca de su calidad democrática. Pero incluso aunque diésemos por buenas tales elecciones, la participación apenas superó un 46%, lo que supone 33,6 puntos menos con respecto a las presidenciales anteriores.

Pero el núcleo del conflicto de legitimidades que se está dando actualmente reside en el poder legislativo. Un poder legislativo que emanó de unas elecciones convocadas por el gobierno a finales de 2015 y que contaron, en este caso sí, con numerosos observadores internacionales. Incluso aunque algunos de ellos denunciaron algunas irregularidades en el terreno de la transparencia y en la persecución de líderes opositores, lo cierto es que la tasa de participación fue la más alta de los últimos 27 años, con un 74,17%. Los resultados no dejaron lugar a dudas: 112 diputados opositores frente a 55 oficialistas.

Una mayoría opositora tan abultada planteaba un problema grave a Maduro. Dos tercios de diputados podían, entre otras cosas, destituir a los ministros y al vicepresidente. Así que, a instancias del partido oficialista, el Tribunal Supremo de Justicia declaró nulo el juramento de tres diputados opositores, exactamente el número necesario para hacerle perder a la oposición la mayoría de dos tercios. Ante la negativa de Asamblea Nacional de desposeer a los diputados de sus escaños, el TSJ venezolano acabó declarando en desacato a la cámara legislativa. Y, como consecuencia, nulos todos sus actos. Cabe señalar que el TSJ está formado por 32 magistrados, 13 de los cuales fueron nombrados por la Asamblea Nacional saliente, de mayoría oficialista, una vez celebradas las elecciones. Además hay numerosos juristas que sostienen que la elección de los magistrados se hizo sin respetar los procedimientos legales establecidos en la propia constitución.

Ante una situación inédita, producto de un conflicto de poderes (entre un judicial emanado de la mayoría oficialista anterior y un nuevo legislativo de mayoría opositora), Nicolás Maduro tomó una decisión sorprendente: convocó elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente, que sustituyese en el poder legislativo a la Asamblea Nacional electa y en desacato. El resultado es de sobra conocido: un proceso electoral sin la participación de la oposición, con numerosas denuncias de irregularidades y sin la presencia de observadores internacionales que no fuesen «de parte» (más allá de miembros de organizaciones como IU y En Marea, difícilmente imparciales). El resultado fue claro: una cámara legislativa unánimemente oficialista. Con una participación, eso sí, del 41,53% del cuerpo electoral venezolano. Una cámara legislativa que convocó las elecciones presidenciales que renovaron a Maduro en la oposición con una escasísima participación.

Parece difícil, desde criterios democráticos elementales, reconocer que una cámara legislativa elegida por algo más de dos quintos del electorado, sin la concurrencia de la oposición y con numerosas denuncias de irregularidades, posea mayor legitimidad que aquella otra emanada de unos comicios convocados por el oficialismo, que contaron con una participación de casi tres cuartos del cuerpo electoral y con unas garantías democráticas no cuestionadas ni siquiera por Maduro y los suyos. Cierto es que existe un conflicto de interpretación constitucional, en el que es posible encontrar posiciones de expertos para todos los gustos y en el que parece evidente que ambas partes han pretendido hacer una lectura de la legalidad favorable a sus intereses de parte. Pero si de lo que hablamos es de legitimidad democrática, la cosa parece clara: la Asamblea Nacional Constituyente, sin oposición, no tiene ninguna. Muestra de ello es que la propia Fiscal General de Venezuela, Luisa Ortega (de tendencia, en origen, oficialista), fue destituida por denunciar la convocatoria de la Asamblea Constituyente y el nombramiento irregular de 13 magistrados del TSJ.

Pero incluso si vamos más allá del conflicto de legitimidades y de la interpretación constitucional, el ejecutivo de Nicolás Maduro ha hecho cosas que resultarían sencillamente inaceptables para la izquierda en un estado verdaderamente democrático. Ni el más ferviente defensor de la revolución bolivariana aceptaría en España un gobierno que hiciese el uso propagandístico de los medios de comunicación que hace Maduro en Venezuela. En nuestro país ponemos el grito en el cielo -y con razón- cada vez que se produce una actuación desproporcionada de la policía ante cualquier protesta ciudadana. En cambio, las muertes de manifestantes de la oposición en Venezuela se cuentan por centenares. Algunas de ellas cometidas presuntamente por grupos paramilitares oficialistas. Otro tanto ocurre con el arresto de trabajadores de medios de comunicación que cubren las protestas o la detención de opositores. Resulta curioso comprobar como algunos se indignan, con razón, por la judicialización del conflicto catalán y el encarcelamiento de políticos independentistas y en cambio no ven grandes problemas de calidad democrática en un régimen como el venezolano en cuyas cárceles existen presos políticos tal y como señalan organizaciones poco sospechosas como Amnistía Internacional o Human Right Watch. Por no hablar de las numerosas denuncias de torturas de opositores por parte de los cuerpos de seguridad del Estado.

Por si fuera poco, el régimen de Nicolás Maduro ha puesto en práctica una política económica particularmente torpe que ha echado por tierra uno de los logros más incontestables de la época de Hugo Chavez: la lucha contra la pobreza y contra la desigualdad. El desabastecimiento de productos básicos o la hiperinflación es una realidad incontestable que no se puede minimizar como si se tratase de una pequeña molestia. Situar las culpas fuera de las fronteras venezolanas es una excusa de mal gobernante. Y responsabilizar al precio del crudo de la situación económica del país resulta intolerable para un gobierno que ha apostado todas sus fichas en su industria petrolera.

Por otra parte, más de dos millones de venezolanos han salido del país en los últimos años según la ONU, lo que lo convierte ya en el mayor éxodo latinoamericano de los últimos 50 años. Y entre 2016 y 2017, se triplicó el número de solicitantes de asilo de origen venezolano, según datos de ACNUR, convirtiéndose ya en el país con más solicitudes del continente. A nivel mundial solo ha sido superado, muy ligeramente, por tres países: Siria, Afganistán e Irak.

Defender un escenario como el que acabamos de dibujar, solo se puede hacer desde un cierto paternalismo occidental no explícito. Como si la sociedad venezolana no estuviese preparada para asumir las exigencias democráticas más elementales que tenemos en Europa. También opera, en este caso de forma explícita, una fórmula perversa y maniquea: aquella que entiende que «los enemigos de mis enemigos son mis amigos». Que el gobierno estadounidense o la mismísima internacional capitalista desee el fin del gobierno de Nicolás Maduro no parece motivo suficiente para brindarle nuestro apoyo. En todo caso es compatible denunciar la actitud de una comunidad internacional que se empeña en agravar el conflicto en vez de mediar en él, y al mismo tiempo mantener una posición crítica hacia el régimen de Maduro, censurando su deriva autoritaria y sus actuaciones más antidemocráticas. La necesidad de una parte de la izquierda de encontrar referentes estatales con los que cerrar filas de forma poco crítica siempre me ha parecido difícilmente sostenible desde la óptica de los derechos fundamentales que tanto nos ha costado conquistar.

A veces, para defender a Maduro, se apela a dos conceptos no exentos de problemas: la soberanía nacional y la no injerencia. Pasemos por alto que su alcance resulta enormemente discutible y que algunos de los mecanismos internacionales más útiles -como la justicia universal- han puesto en cuestión ambas nociones propias de un mundo post-Westfalia. La pregunta es, ¿debe soportar la no injerencia en nombre de la soberanía cualquier violación de derechos elementales y democráticos? Desde luego hacen un flaco favor a Maduro quienes comparan la reacción de la comunidad internacional con Venezuela con la actitud hacia Arabia Saudí. Porque no solo no está reñida la denuncia de la hipocresía occidental en lo que se refiere al tratamiento asimétrico de regímenes dictatoriales con cuestionar la legitimidad democrática de Nicolás Maduro. Además, un pensamiento de izquierdas en favor de las más elementales libertades debería exigir una actitud valiente y decidida contra la que probablemente sea la tiranía teocrática más criminal del planeta. ¿O acaso la soberanía y la no injerencia también amparan la lapidación o la amputación de miembros?

Digámoslo claro: los gobiernos occidentales son terriblemente hipócritas en su política internacional, dominada por un realismo político amoral. Y probablemente una parte de la oposición venezolana esconda oscuros intereses económicos que es preciso denunciar. Pero nada de ello hace más digerible un régimen político que se encuentra en algún punto entre las pseudo democracias autoritarias y las dictaduras sin ambages. E incluso aunque nuestras simpatías fuesen mayores hacia el sector oficialista que hacia la oposición, no parece ético legitimar unas políticas en democracia exclusivamente por sus contenido, ignorando que un gobierno se legitima formalmente, por medio de un proceso respetuoso con el pluralismo político, y no materialmente, por sus presuntas bondades intrínsecas sujetas siempre a opinión. O dicho de otro modo: el bien común, un concepto oscuro y difícil de precisar, no puede estar por encima de la voluntad popular y de los procedimientos democráticos.

Sobra señalar que la inmensa mayoría de los grandes medios de comunicación y del establishment político y económico ha bendecido la autoproclamación de Guaidó como presidente de Venezuela, lo que resulta trágico para una salida pacífica y negociada al conflicto. Pero al mismo tiempo una parte de la izquierda se ha apresurado a calificar como «golpe de Estado» a lo que ha sido una autoproclamación dudosamente legítima pero hasta ahora ajena a la violencia. No muy alejada de la particular interpretación que ha hecho el propio Nicolás Maduro de la constitución venezolana para ignorar la voluntad popular que proporcionó una amplia mayoría a la oposición en la Asamblea Nacional.

El concepto que Nicolás Maduro tiene de la legitimidad democrática ha quedado patente en sus declaraciones sobre Pedro Sánchez, cuando dijo aquello de que el presidente español «no fue electo en ningún voto popular». O bien el líder venezolano manipula descaradamente la información o bien desconoce las diferencias entre un sistema presidencialista y uno parlamentario, lo que sería aún más grave. En todo caso ni el más conspicuo detractor de Sánchez en España dudaría de que su legitimidad democrática está a años luz de la de Nicolás Maduro.

La realidad es que la situación política en Venezuela está al borde del abismo, con un enorme riesgo de enfrentamiento civil. Estremece observar los intentos constantes de politización de las Fuerzas Armadas por parte del oficialismo y de la oposición, llamando a los militares a convertirse en árbitros de un conflicto que es necesario resolver por la vía de la negociación y sin violencia. Al fin y al cabo la neutralidad política del ejército también es un criterio democrático elemental de las sociedades pluralistas. Y tampoco los ultimátums, como el que dio Pedro Sánchez, hacen más que reafirmar la retórica victimista y antiimperialista del gobierno venezolano, que a veces parece legitimar una resistencia numantina que trasciende cualquier criterio democrático. Pero aunque el ultimátum de Pedro Sánchez haya sido terriblemente desafortunado, lo cierto es que a día de hoy resulta difícil imaginar una solución razonable que no pase por la celebración acordada de elecciones presidenciales limpias y observadas internacionalmente, cuyo resultado sea respetado por todos los actores, y que esbocen una foto realista de la pluralidad política venezolana y ofrezcan un nuevo escenario para la negociación. Un paso atrás de Maduro sería un gesto que contribuiría a la distensión y seguramente ofrecería mayores posibilidades electorales a un oficialismo al que le sobra autoritarismo y le falta cultura democrática.

Esa parte de la izquierda española que ha admirado a Nicolás Maduro procede de una tradición política escasamente democrática, que simpatizó en el pasado con experimentos estatales totalitarios y fue condescendiente con aventuras colectivas basadas en la violencia política. Algo que siempre ha casado mal no solo con el respeto al pluralismo sino también, y sobre todo, con aquella presunta superioridad moral de la que hemos hecho gala en la izquierda. La derecha, y más concretamente el liberalismo, ha encontrado mejor acomodo en los regímenes democráticos que la izquierda. No solo por la concurrencia entre democracia y libre mercado sino también porque en su cultura política, deudora del mundo empresarial, la negociación y el pacto han tenido un papel muchísimo más relevante que en una izquierda demasiado maximalista y poco preparada para alcanzar acuerdos, ni tan siquiera en su propio seno. Esa mala acomodación de la izquierda con la democracia ha dificultado problematizar aquellos regímenes de orientación presuntamente progresista pero poco respetuosos con el pluralismo político. Y la lógica amigo-enemigo, más propia de la Guerra Fría que del mundo multipolar actual, ha impedido construir posturas desde la izquierda más matizadas, más éticas y más pluralistas, capaces además de ser mejor entendidas por las mayorías sociales. Por fortuna, poco a poco la izquierda se va desprendiendo de su deriva más autoritaria. Pero aún quedan rescoldos que explican la falta de perspectiva crítica, incluso la admiración, hacia un personaje cada vez más siniestro como Nicolás Maduro.