Gobierno

Ignacio Fernández Sarasola
Ignacio Fernández Sarasola LA CONSTITUCIÓN DE LA «A» A LA «Z»

OPINIÓN

Carmen Calvo y Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno en el Senado
Carmen Calvo y Pedro Sánchez, durante la sesión de control al Gobierno en el Senado Kiko Huesca | EFE

20 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

A pesar de que las Cortes son el órgano que representa el pueblo, la mayor carga política en España le corresponde al Gobierno. Pero no siempre ha sido así.

Hasta el primer tercio del siglo XIX ni siquiera existía esta figura. Desde el siglo XVII, el Rey era quien asumía el gobierno del reino, asesorado por Consejos y apoyado en su gestión por ayudantes personales que recibían el título de «Secretarios del Despacho» puesto que «despachaban» los asuntos de Estado con el monarca. Estos secretarios fueron el origen de los actuales ministros.

Progresivamente, el Rey fue dejando en manos de esos ministros las funciones que a él le correspondían. En algunos casos, esta dejación de cometidos fue fruto de alguna coincidencia. Así sucedió por ejemplo en Inglaterra, donde Jorge I y Jorge II, de origen germano, apenas conocían la lengua inglesa, y estaban más interesados con su país de origen, de modo que los ministros hubieron de asumir el gobierno nacional. De entre ellos, aquel que gozaba de mayor confianza regia solía asumir la voz cantante en las reuniones de ministros (el origen de los actuales Consejos de Ministros) y por ello fue conocido como «Primer Ministro», título que aún conserva en el Reino Unido, aunque en otros países, como España, asumió el nombre más adecuado de Presidente. Porque, a la postre, ese sujeto se desprendió de toda cartera ministerial para centrarse en la presidencia o dirección del Gobierno.

La importancia política del Gobierno en nuestra actual Constitución viene marcada por dos factores. El primero es su origen: el Presidente no es en realidad elegido por el cuerpo electoral (a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, donde el Presidente del Gobierno es, además, Jefe del Estado) sino por el Congreso de los Diputados. Así, aunque carezca de la legitimación democrática directa de este último órgano, sí dispone al menos de otra indirecta: el pueblo elige a sus representantes (diputados) y estos designan al Presidente quien, a su vez, designa a los ministros. Precisamente porque estos últimos dependen del Presidente, si este ha de dejar el cargo (por ejemplo si se aprueba una moción de censura) habrán de hacerlo también ellos.

El segundo factor que determina la importancia política del Gobierno deriva de las funciones que le asigna la Constitución. En los orígenes históricos del Gobierno, este se limitaba a ejercer el «poder ejecutivo», es decir, a ejecutar las leyes emanadas del Parlamento, lo que lo convertía (al menos funcionalmente) en un subalterno de este. Sin embargo, en una lógica evolución, empezó a verse claro que la faceta ejecutiva no era suficiente y que, debido al pequeño número de miembros que integraban el Gobierno y a su unidad ideológica (aspectos ambos que faltaban en el Parlamento) era el órgano más idóneo para adoptar decisiones políticas que resolvieran de forma inmediata las necesidades sociales que surgieran.

Esta ampliación de las funciones gubernativas se encuentra claramente explicitada en nuestra Constitución. El Gobierno, dice, «dirige la política interior y exterior», de modo que no es un agente meramente ejecutivo, sino también de dirección política. Dispone también de la facultad de dictar normas, que pueden ser de dos tipos: inferiores a las leyes (reglamentos) y del mismo valor que ellas (decretos legislativos y decretos ley). Los primeros se encargan principalmente de desarrollar las leyes, concretándolas, y pueden ser dictados por el Gobierno en pleno (decretos del Consejo de Ministros), por el presidente (decretos del presidente) y por los ministros (Órdenes Ministeriales). Respecto a las normas con rango o valor de ley, los decretos legislativos requieren de una previa delegación de las Cortes: estas, mediante una ley, transfieren al Gobierno provisionalmente poder legislativo, y este último, ajustándose a lo que le han indicado nuestros representantes, lo convierten en una norma denominada decreto legislativo. Este puede servir para fundir en una sola regulación leyes que hasta ese momento estaban dispersas (decretos legislativos de texto refundido) o para crear una nueva normativa ajustándose a unas bases previamente fijadas por las Cortes (decretos legislativos de texto articulado).

Más relevancia tienen los decretos ley, sobre todo a día de hoy. En este caso, tales normas no requieren de delegación alguna por parte de las Cortes. Es el Gobierno quien los expide directamente. Pero para hacerlo, ha de observar tres requisitos. El primero es lo que se llama el «presupuesto habilitante»: sólo puede dictarse un decreto ley en caso de «extraordinaria y urgente necesidad», es decir, cuando haya que resolver una cuestión con una inmediatez tal que no se puede esperar a que se regule por una ley de Cortes, que siempre tarda más en tramitarse. El segundo requisito consiste en la imposibilidad de regular por decreto ley determinadas materias, siendo la más relevante la referente a los derechos y libertades. Finalmente, la tercera cortapisa deriva del carácter temporal del decreto ley: sólo tiene validez durante 30 días, si bien el Congreso de los Diputados puede convalidarlo (sin modificar nada de su dicción) y, si así lo hace, el decreto ley pasa a tener una vigencia definitiva.

Los decretos ley son formas anómalas de norma. Sólo pueden utilizarse con carácter excepcional. Y una perversión total del sistema es la que a día de hoy se está produciendo con su ejercicio: se dictan como si fueran reglamentos, constantemente, y sin que haya auténtica «extraordinaria y urgente necesidad» que los justifique. La única justificación para dictarlos es saltarse a la torera la tramitación legislativa, no someter un proyecto de ley al debate parlamentario y, de este modo, no tener que enfrentarse a la oposición y a la posibilidad de que esta logre enmendar o rechazar el proyecto.

Gobernar mediante decreto ley es, por tanto, manifiestamente antidemocrático. Una cosa es que el Gobierno se haya convertido en el principal actor político y otra, bien distinta, que pretenda ser la única pieza en el gobierno nacional. Por encima, incluso, de los representantes del pueblo soberano.