Lo decía Santiago Muñoz Machado, en alusión a la Constitución, en una entrevista publicada ayer en este periódico: «Nunca en la historia de España la separación de poderes había estado tan firmemente asegurada ni los derechos tan bien garantizados». Hasta que llegaron los independentistas catalanes y usurparon el poder. Porque, al igual que aquel innombrable de característico bigotillo, accedieron al Gobierno por la vía legítima de las urnas. Pero una vez conseguido el poder, lo utilizaron para dominar las instituciones, someterlas al dictado de una idea excluyente y convertirlas en herramienta de opresión, sojuzgamiento e implacable persecución del discrepante, del diferente.
Cuando se habla de democracia, se piensa en la separación de poderes como garante principal del equilibrio y control de las instituciones que gobiernan la sociedad, que es, a su vez, la mejor forma de asegurar la libertad de los ciudadanos. Pero se nos olvida a menudo otro requisito fundamental: el de la profesionalización, autonomía y sometimiento exclusivo a la legalidad de los servidores públicos, la única manera de evitar que el Gobierno los doblegue y fuerce a anteponer su interés particular al de toda la sociedad. Por eso no hay nada más peligroso que una policía política y por eso es el primer servicio que ocupan los totalitarios. Y tal es la pretensión de Torra al intentar purgar los Mossos. No por una supuesta brutalidad de la que hay múltiples antecedentes, sino por haber cargado contra los secesionistas, es decir los suyos. Porque, ¿alguien cree que la reacción habría sido la misma si los mossos hubieran cargado contra los otros?
Y este es el problema de Cataluña, este es el fantasma que vuelve a amenazar a España entera. La división entre los míos y los otros. Una fractura que parecía superada con el pacto constitucional, pero que se reabre peligrosamente 40 años después. Tratar de imponer una visión única de la realidad, diferenciar y separar entre buenos y malos, deslegitimar al rival, negarle el pan y la sal y convertirlo en enemigo, intentar asentar un estado de excepción permanente son la vía para inocular el virus del fascismo en la sociedad que solo se manifiesta en toda su virulencia cuando se accede al poder. Pero entonces ya es tarde. Por eso conviene prevenir fomentando el derecho a la diversidad, la tolerancia al discrepante, la proporción en el juicio, la preeminencia de la ley incluso para cambiarla, y el respeto, desde dentro y desde fuera, al uso legítimo de las instituciones. Solo así se garantiza la democracia.
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