Como en el juego del Cluedo, la lista de sospechosos del asesinato político de Susana es extensa. La corrupción y el nepotismo como sistema político, los sanchistas que se cobraron la venganza y no fueron a votar, la propia Susana, una candidata que en la derrota se ha evidenciado verdaderamente floja… Pero en rigor, el batacazo del PRI andaluz, ¡40 años en el machito!, y la irrupción del neofranquismo tienen dos causas fundamentales.
La primera es que tenía que pasar. Si ha ocurrido en EE. UU., el Reino Unido, Italia, Brasil, casi en Alemania… por qué no iba a ocurrir aquí. Sorprendentemente, hasta hace poco nadie se había dado cuenta de que apelar a los bajos instintos de la población daba resultado. O al menos, nadie le había sacado provecho. El caldo de cultivo, se ha explicado hasta el aburrimiento, está relacionado con las revoluciones tecnológicas y sociales que vivimos y las que están por llegar. Cambios que a una gran parte de la sociedad nos apasionan, pero que a otro grupo nada desdeñable le provocan angustia. Y el resultado es que se van con el primer vendedor de crecepelo que llega con ideas zafias y soluciones sencillas, apelando a conceptos que todo el mundo entiende, como el miedo, la patria, la bandera, la hombría o la raza.
El análisis local de la debacle, el hecho diferencial entre Trump, Bolsonaro, los brexiters o Santiago Abascal, en Andalucía, en España, tiene nombre y apellidos y se llama Carles Puigdemont. Ni más ni menos. A veces nos olvidamos, pero la principal diferencia entre los catalanes y el resto de españoles en el último año largo ha sido que los primeros ya tuvieron la posibilidad de pasar por las urnas después de la vergüenza del año pasado. Y en cambio en el resto de España hay mucha gente con la papeleta doblada en el bolsillo de la chaqueta, viendo a Puigdemont y Torra campando a sus anchas, y esperando a que abran los colegios electorales. Ese sentimiento de indignación colectiva es transversal a cualquier ideología, pero obviamente ha escorado el voto a la derecha, ha primado a Ciudadanos, el único partido español en Cataluña, y ha castigado a PP, Podemos y sobre todo al PSOE, por cogérsela con papel de fumar, aunque este sea de diferentes gramajes.
Pero sobre todo lo que han conseguido Puigdemont, Torra y Rufián, con la inestimable colaboración de Rajoy y Soraya primero, y del entusiasta Sánchez ahora, ha sido desenterrar a Franco antes de lo previsto. El efecto en el espectro de la derecha recuerda mucho a la irrupción de Podemos en las europeas de hace cuatro años y medio. Al lado de Abascal, Casado y compañía no tienen media torta, como no la tenían los decrépitos cuadros socialistas de entonces frente al discurso contra la casta de Iglesias y Errejón. Y no les servirá de nada, como se ha empezado a comprobar en Andalucía, importar las propuestas menos groseras. Incluso la puesta en escena de Rivera se ha quedado vieja.
Abascal, como Casado, un cachorro del aznarismo, va a dar guerra unos años. No es descabellado pensar que en mayo se va a hacer con un buen puñado de eurodiputados y alguna capital de provincia. Y quizás entonces, cuando tenga que pasar de las palabras a los hechos, podremos comprobar qué parte de su éxito es voto protesta y qué parte de fascismo anida oculto en nuestra sociedad.
Las andaluzas vuelven a constatar que el análisis político tradicional y las encuestas electorales son igual de útiles hoy en día que los carretes de fotos. Pero de todos los escenarios abiertos tras lo ocurrido anoche hay un número de la ruleta al que no es arriesgado apostar: lo único seguro al día siguiente de las próximas generales, sean en marzo o cuando Sánchez se atreva a convocarlas, es la dimisión de Pablo Iglesias. A fin de cuentas, tras la jubilación de Mariano, el líder nacional que más tiempo lleva en la poltrona. Quién lo iba a decir. Puigdemont se frota las manos desde Waterloo.
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