El 11 de noviembre se cumplieron 100 años del Armisticio de Compiègne con el que se dio por concluida la I Guerra Mundial, aunque las negociaciones posteriores duraron meses, hasta la celebración de los distintos tratados de paz con las potencias derrotadas. Una guerra con epicentro y causas eminentemente en Europa, de dimensiones y consecuencias inesperadas por los propios dirigentes de los países en conflicto y con un coste humano de proporciones colosales. La efeméride, sin embargo, me temo que no ha suscitado la atención necesaria, por haber sido superada aquella, en el balance mortífero y en dimensiones, por la II Guerra Mundial, más presente en el imaginario colectivo. Y, tristemente, porque, en los tiempos que corren, la mirada reflexiva al pasado escasea.
Un siglo después, muchísimas cosas han cambiado, en la organización del mundo, la realidad social, las formas de producción, la distribución del poder e, incluso, en ciertos aspectos de la propia condición humana, que entra en una nueva era tecnológica de verdadero vértigo. Sin embargo, algunas de las actitudes, de los problemas y de las respuestas de pueblos y dirigentes, en el camino hacia la I Guerra Mundial, tienen mucho que enseñarnos para que los ciudadanos de hoy, y singularmente los europeos, tomemos buena nota del resultado de determinadas conductas y decisiones.
Del relato histórico en torno a la I Guerra Mundial, y, en particular, del proceso que desemboca en ella, llama la atención la capacidad de los gobernantes del momento para involucrar a los pueblos en la furia patriótica y en la escalada de tensión que desembocó en su estallido. Los odios exacerbados que mueven en 1914, a una mayoría de la población, a celebrar el inicio de la Guerra, traen causa, entre otras razones, de un discurso alentado desde el poder público, inundando todos los ámbitos y dejando a los opositores a la contienda en una posición residual en sus respectivos países. El asesinato de Jaurés por un untranacionalista francés, pocos días después de su mitin en Lyon, el 23 de julio de 1914, en el que clamó contra la espiral que conducía hacia la conflagración, es el ejemplo habitualmente traído para mostrar cómo la insania patriotera acorrala, vence y, si es necesario, aniquila a quien con juicio se opone a participar en el torbellino de destrucción. Hoy día, aun con grandes diferencias en el contexto, comprobamos con inquietud como la fuerza tractora del discurso público disgregador marca aún el tono de la sociedad (también en países democráticos y avanzados) y extiende determinadas fiebres, agitando impulsos primarios de efectos perniciosos e insospechados y marginando a quien no desea ser parte de esa fatal ebriedad.
Igualmente, fue signo de la preguerra la irresponsabilidad de no pocos gobernantes, incapaces de frenar la insensata carrera armamentística, alimentando la ruptura de lazos y puentes entre países vecinos, abonados al lenguaje belicista y no adquiriendo verdadera conciencia de las consecuencias de sus actos hasta que finalmente se desata la guerra y el triunfo prometido no llega. Comprobamos en nuestros días que la insensatez de determinados mensajes, prestos a avivar la caldera y la confrontación, cotiza al alza, sin alcanzar a comprender sus promotores -o peor aún, admitiendo esa posibilidad- el impacto directo sobre el sentir común, generando convulsiones que ni pueden ni quieren gestionar o encauzar, más que para engrosar sus apoyos.
También en aquellas semanas previas al inicio de la I Guerra Mundial, predominaba, en el sentir colectivo, según nos cuentan los historiadores, una frivolidad compartida por no pocos, muchos de ellos exultantes en su trayecto hasta las oficinas de reclutamiento. Iban llenos de entusiasmo participar en una guerra que iba a ser corta, de apenas unos meses. Se prometía un desenlace fácil y, naturalmente, victorioso, dotando a la acción armada de una retórica caballeresca y pomposa que pronto se vio confrontada con el horror de las técnicas mortíferas de una industria militar modernizada, las armas químicas, los bombardeos de saturación y la miseria de las trincheras. La banalidad de nuestros días tiene distinta presentación, en tiempo de ejércitos profesionalizados y de guerras que se nos muestran falsamente de manera aséptica. Pero sí es inequívocamente frívola la posición, cada vez más extendida, que lleva a minusvalorar el valor de la paz y a dar por sentados los beneficios que vienen con ella, en lugar de apreciarla y defenderla cada día, máxime cuando aparecen en el horizonte serias amenazas a la estabilidad. Que cohortes enteras de población europea no hayamos experimentado el flagelo de la guerra no quiere decir que debamos olvidar lo rápido que puede caerse en una tendencia involucionista, de incierto destino; o que podamos vivir de espaldas a conflictos desgarradores que se desarrollen en nuestro entorno (Siria, Libia, Yemen, o en distinta intensidad, el Este de Ucrania o el Sahara Occidental) donde las potencias globales juegan una cruel partida de ajedrez con la vida y el futuro de millones de personas, tratadas como meras piezas del tablero.
La máxima expresión de las pulsiones nacionalistas e imperiales, a despecho de la colaboración entre países, renunciando a la construcción pacífica de la comunidad internacional y al respeto mutuo de culturas y pueblos, estuvo también en el germen de la Gran Guerra. En nuestros tiempos, el escenario geopolítico ha cambiado mucho, qué duda cabe, pero asoma las orejas, en multitud de países europeos, un nacionalismo de viejo cuño, aferrado a ideas alucinantes de naciones eternas e irredentas en peligro; dispuesto a echar por tierra, si es necesario, la enorme conquista que ha representado la integración europea (no en vano consideran enemiga de su ensoñación identitaria a la Unión Europea), clave para la construcción de un continente en paz. Aunque los viejos imperios, por fortuna, no retornarán, o como poco no lo harán del mismo modo, sí se reaviva rápidamente el patrioterismo más ramplón, paso previo a la construcción de enemigos exteriores para la autojustificación y, con ello, al despertar de pretéritas o nuevas enemistades.
En suma, la sociedad europea no es totalmente inmune a sus viejos fantasmas. Es necesario hacer recapitulación y balance histórico, en momentos que lo favorecen, como el centenario del fin de la I Guerra Mundial, para entender qué riesgos subyacen detrás del apogeo nacionalpopulista, que disputa el terreno político en franco avance, incluso con expectativas de triunfo electoral en muchos países en las próximas elecciones al Parlamento Europeo, seguramente las más importantes desde que sus miembros se eligen por sufragio universal directo. Hacer un viaje, en persona o en lecturas, imágenes y documentales, a los campos de Francia convertidos en inmensos cementerios, a los escenarios de las batallas en las que se consumieron cientos de miles de vidas en unas pocas semanas por avances de un puñado de metros, a los horrores inaugurados en aquella contienda, es una obligación moral de recuerdo y meditación sobre nuestra historia.
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