Los escritos de acusación de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado dejan una primera evidencia: los responsables del levantamiento contra el Estado responderán ante la Justicia. Un motivo para la satisfacción en un país en el que, históricamente, este tipo de hechos han desembocado en violentos enfrentamientos fratricidas. Y satisfacción también porque el cargo público deje de servir de escudo protector para todo, como ha ocurrido en otros casos durante muchos años. Porque saltarse la legislación y la Constitución no puede salir gratis, y muy especialmente cuando se tiene como especial obligación cumplirlas y hacerlas cumplir, como es el caso de los cargos públicos. Porque declarar la independencia de una parte del territorio es un delito claramente tipificado en el Código Penal, y nadie puede pretender que no se le aplique aquello que nos compromete a todos. Nada de esto puede quedar impune, porque es la esencia y fundamento de cualquier sociedad. Porque nadie ha sido acusado por poner unas urnas ni por su ideología o planteamientos políticos. Tal argumentación es una simple y manifiesta tergiversación de la realidad. Al margen del evidente derecho de los acusados a mixtificar las cosas en su intento de defenderse.
A partir de estos hechos básicos, surgen las discrepancias. Los relatos de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado discrepan en un elemento fundamental: la interpretación de la violencia utilizada por los acusados para intentar quebrar el Estado. En términos legos, es seguro que habría acuerdo general en que como mínimo recurrieron a la presión en las calles y a la hostilidad ciudadana para intentar derrocar a los poderes del Estado. Y lo hicieron conscientes de que abrían la puerta, como mínimo, a episodios de enfrentamientos y violencia física. Como ocurrió en más de un caso. De acuerdo en esto, salvo quienes se empeñan en negar la realidad por interés personal o ideológico, surgen las diferencias en la calificación jurídica de la violencia. Y hay razones para defender tanto la postura de la Fiscalía como la de la Abogacía, porque se trata de un debate jurídico de enorme enjundia. De hecho, se trata del nudo gordiano de la causa y será el Supremo, no precisamente un tribunal cualquiera, el que decida. Y ni aun así zanjará el debate.
Lo malo es que la cuestión jurídica se ha trufado con cuestiones políticas. Los tribunales resolverán y lo harán respetando unos procedimientos que garantizan tanto el derecho de defensa de los acusados como la independencia judicial. Por mucho que desde la política, tan mal acostumbrada en este país a intentar meter mano donde no le corresponde, se intente condicionar a los magistrados. Mal, muy mal ha hecho el Gobierno al insistir en declaraciones sobre asuntos que corresponde decidir a los jueces. O al indicar el camino para la rectificación de la Abogacía del Estado. Y que ningún letrado ponga su firma al escrito entregado en el Supremo es toda una acusación implícita al Ejecutivo. Pero la sobreactuación de Pablo Casado acusando de complicidad delictiva a Pedro Sánchez y hasta a Susana Díaz, utilizando una vez más la crisis catalana como arma arrojadiza por interés electoral, es también una dañina desmesura. El PP ha convertido la condena por rebelión en una verdad absoluta que prejuzga y coacciona igualmente a los tribunales. Y los independentistas podrán volver a presionar en la calle, podrán hundir al Gobierno, pero nunca conseguirán lo que pretenden, aunque sigan amenazando. Para reconducir el asunto hacia el terreno político es premisa indispensable que renuncien a la vía delictiva, que se comprometan con la Constitución. Y sería bueno para España que cesara el actual nivel de hostilidad política.
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