La Justicia avanza a su ritmo. Tan lento como de costumbre. Pero avanza, y un año después entramos ya en la fase de juicio contra los responsables del mayor desafío a la Constitución y el Estado de derecho en España desde el 23F. Que cada uno ponga el calificativo que más le apetezca, pero el hecho cierto es que no ha habido mayor ataque a las leyes fundamentales y a la estructura misma del Estado, con el agravante de que ha sido ejecutado desde el corazón mismo de las instituciones públicas, que deberían ser de todos y para todos. Una apropiación de lo común con la que, además, han intentado laminar los derechos de quienes no piensan como ellos. Todo esto será lo que enjuicie el Tribunal Supremo en la vista oral que previsiblemente comience a principios del próximo año. Un juicio trascendente tanto para el futuro político del país como para la credibilidad de la Justicia. Suficientemente delicado como para que se deje a los jueces trabajar con tranquilidad, sin interferencias y sin todo el ruido que rodea esta causa.
Demasiado ruido. Se entiende el que procede de los independentistas. Al fin y al cabo, ya han demostrado con sobrada contumacia su desprecio por la separación de poderes. Y ahora que, además, se sientan en el banquillo de los acusados multiplican el barullo como estrategia de defensa. Lo que no se comprende es que también vocifere el Gobierno en el momento más inoportuno. Se puede discrepar de la prisión provisional de los acusados, pero es una decisión jurisdiccional que deben resolver entre el juez y las partes, sin interferencias políticas. Se puede cuestionar la regulación penal del delito de rebelión, manifiestamente mejorable a la vista de lo sucedido, pero hacerlo en paralelo a la apertura del juicio constituye una intromisión inadmisible. Especialmente si se utiliza como argumento el fallo de un tribunal alemán, porque a la inoportunidad añade el agravio a la Justicia española. Impropio de una vicepresidenta.
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