¿Qué pasó esta vez? ¿Por qué sobrecoge tanto el crimen de Khashoggi? Si juntamos los jirones que andan sueltos por los periódicos sobre la muerte de Khashoggi, componemos un cuadro de notable viveza. Khashoggi era un periodista saudí del Washington Post crítico y molesto para un gobierno acostumbrado a lapidar, azotar y ejecutar de muchas maneras a gente molesta. Tuvo la mala idea de entrar en la embajada saudí de Estambul, que es como entrar directamente en Arabia y te puede pasar lo mismo que si entras en Arabia. Y le pasó. Lo retuvieron y, siempre juntando los jirones y bisbiseos que se publican, lo desmembraron sin seguir la formalidad de matarlo primero. Parece que están grabados los gritos desgarrados que acompañan a la truculencia del descuartizamiento en vivo. Hay pocas dudas de que la orden se dio desde los aposentos del príncipe heredero, Mohamed bin Salmán. El cuadro es de una crudeza que siempre atribuimos a otros sitios o a otras épocas. Poca gente cree haber estado cerca de una mujer maltratada. Cuanto más inhumana sea la situación más lejana la intuimos. Seguramente es un mecanismo de defensa. Los gobiernos andan incómodos porque el petróleo y dinero saudí están en el aire que respiramos y no es fácil hacerle ascos sin que se nos resienta el resuello y nos den taquicardias.
El triángulo que incomoda a los gobiernos del mundo guapo es el dinero saudí, la atrocidad que resiste a cualquier eufemismo ingenioso y la opinión pública. Sin esta tercera pata no habría incomodidad. De hecho los gobiernos occidentales se vienen columpiando plácidamente sobre las otras dos patas desde hace tiempo. Pero esta vez la opinión pública, océano del que somos una gota cada uno de nosotros, encrespan la tensión entre la conveniencia económica y la dignidad ante lo monstruoso. Debemos volver sobre la pregunta de antes, qué fue lo que pasó ahora con la opinión pública. Los métodos atroces de Arabia son bien conocidos, el trato inhumano a las mujeres también. Las muertes en masa por su intervención en la guerra civil de Yemen no se ocultó a nadie. La opinión pública se alborota porque nos alborotamos cada uno de nosotros. Así que hay margen para la reflexión individual de por qué ahora nos importa tanto una sola persona.
Nuestra mente es como es y no tenemos otra. Debemos aprender a tratar con ella. En los años ochenta se publicaron en Francia testimonios sobre actos de tortura ejecutados personalmente por Jean Marie Le Pen en la guerra de independencia de Argelia. Una víctima dijo que le habían hecho beber cantidades imposibles de agua hasta hincharlo y que en ese estado Le Pen se sentaba y botaba sobre su barriga para provocar indecibles dolores internos. Sabemos que W. Bush dejó sin ley a la base de Guantánamo y que dio orden para las llamadas «entregas extraordinarias», es decir, desvíos de presos a países sin convenios internacionales sobre el trato a prisioneros. El fin era el mismo en los dos casos, saltarse leyes y acuerdos internacionales para torturar. Nuestra corteza superior sabe que seguramente Bush haya sido responsable de más atrocidades que Le Pen. Pero todo lo que está más al interior de la corteza superior y todo lo que se ramifica hacia nuestro corazón y nuestro estómago nos grita que hay una crueldad mayor en la imagen de Le Pen botando sobre un vientre insoportablemente hinchado. Por eso utilicé al principio la palabra «viveza» y por eso recordé que tenemos que aprender a tratar con nuestra mente. La racionalidad, la emoción y la moralidad forman una pasta que reacciona mucho más a la viveza de la experiencia que a su interpretación o al análisis de sus consecuencias. Cuanto más experiencial, inmediato y menos necesitado de elaboración sea un fenómeno tanto más afecta a nuestro juicio y a nuestras opciones morales. Por eso solemos buscar ejemplos para persuadir, porque inconscientemente queremos dar viveza a nuestras ideas. La escena de Le Pen pulsando interruptores de picanas o reventando vientres hinchados es más viva y en cierto modo más real que la imagen abstracta de Bush firmando papeles que acabaran en sitios lejanos con picanas y gente obligada a comer sus excrementos. Nuestro cerebro no puede evitar que la repulsión moral hacia Le Pen sea mayor.
Es lo que nos sucedió con Khashoggi. La matanza de miles de yemeníes sin culpa es una idea abstracta que se queda en la corteza superior y que una maraña de indolencias no deja llegar a ese punto de la conciencia de donde surge la moralidad. Pero Khashoggi es un individuo (siempre es más humano un individuo que «la gente») y su peripecia es un relato, no una idea. Hay personajes, hay secuencia, hay gritos y horror grabados, hay reuniones y llamadas, hay intriga, lealtades y riesgos. Hay viveza y de repente la muerte de una sola persona se filtra de la corteza superior a niveles más animales, la racionalidad recibe ayuda de emociones más instintivas y la moralidad más estricta se apodera de nuestra conducta y nuestro ánimo. Ahora la opinión pública es un dolor de cabeza para los gobiernos que tienen tantos hilos enredados en el petróleo y dinero saudíes. Khashoggi era periodista del Washington Post y eso afectó a que no fuera como otras tragedias calladas. El problema para Arabia es que la viveza de esta historia provocó lo peor que le puede pasar: que el respingo está haciendo a la opinión pública recapitular todo lo que ya sabía de Arabia sin que la corteza superior recibiera auxilio de la emoción y la moral. Algo así le había pasado a Juan Carlos I. Una inoportuna rotura de cadera nos lo pone en una cacería suntuaria mientras muchos de sus súbditos lo estaban perdiendo todo. Fue como un chasquido de dedos delante de nuestros ojos, despertamos y nos dio por recapitular. Y todavía sigue el desplome monárquico.
La enseñanza de todo esto es manida, pero no deben desaprovecharse los acontecimientos para reforzar los convencimientos importantes. Ya dije que nuestra mente es como es. Y no es igual en el trabajo rápido de usar y tirar que le requiere nuestra actividad ordinaria que cuando la hacemos funcionar en situación retirada con toda su maquinaria y todos sus datos; es decir, cuando reflexionamos. Una sana costumbre que no debemos descuidar. Yo sé que en las vacas es más general y más importante tener ojos que tener cuernos. Pero, como mi mente es como es, lo que asocio con las vacas son los cuernos porque con ese atributo más banal las distingo más rápido de otros animales parecidos. Esa misma manera trabajar provoca que, si veo a un africano amenazando a alguien con una navaja, lo que más resalte para mi cerebro sean los dos rasgos más contrastivos de la escena: el hecho violento y la raza llamativa por minoritaria. Así mi mente crea un estereotipo negativo de un grupo humano. Salvo que aprendamos a aceptar a nuestra mente como es y a tratar con ella como es debido. Sólo reflexionando un poco disolveremos el estereotipo, porque cuando no tiene que trabajar en vivo y en directo nuestra mente se hace muy razonable.
No podemos inventar el mundo cada día, ni razonar cada acontecimiento desde cero. Tenemos que acumular algo parecido a una experiencia moral, un repertorio que nos distinga el bien y el mal por experiencias o reflexiones hechas, de manera que no enfrentemos cada suceso como si nunca hubiéramos tenido que tratar con el bien y el mal. A esa memoria o experiencia moral es a lo que llamamos principios. Andar por la vida con principios puede hacernos rígidos, pero en su debida dosis, nos permite actuar con una moralidad compleja y con cierta forma de eficacia, sin tener que partir de cero cada vez. A poco tiempo que dediquemos a reflexionar no haría falta una historia de viveza tan atroz como la de Khashoggi. Y a poco valor que demos a los principios, nuestro gobierno habría sabido desde el principio que no se pueden vender bombas a manos enloquecidas que matan en masa. El asco es una emoción tan útil como la alegría y es un buen momento para no ocultarlo. No olvidemos que somos la opinión pública.
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