El artículo segundo de la Constitución, en el que se reconoce el Estado de las Autonomías, fue posiblemente el más complejo de gestarse de cuantos se abordaron en el proceso constituyente. Enmendado una y otra vez, se convirtió en arma arrojadiza entre las fuerzas de derechas (partidarias de la centralización), de izquierdas (proclives más bien al federalismo) y nacionalistas (que apuntaban a una confederación). Y, lejos de cerrarse en 1978, ese debate se prolonga a día de hoy.
Conviene aclarar que el «Estado de las autonomías» es original de España. No hay nada idéntico en otras latitudes. La organización territorial que más se le aproxima es la italiana, algo que se explica en buena medida porque tanto ésta como la española actual siguieron como modelo el llamado «Estado integral» que proclamaba la II República española. Precisamente por esta falta de referentes en otros países resulta complejo definir con exactitud esta particular forma de organizar el poder, y la confusión con otras realidades resulta frecuente.
La descentralización que nuestra Constitución realiza a favor de las Comunidades Autónomas se define por dos elementos: un sustantivo («autonomía») y un adjetivo («política»), y sólo aclarando ambos aspectos podemos llegar a entender mejor en qué consiste nuestra tan particular diseño territorial del poder.
Que lo que antaño se denominaban regiones dispongan a día de hoy de «autonomía» permite marcar sus diferencias con el Estado. Este último dispone de soberanía, y no de mera autonomía. Una soberanía que entraña disponer originariamente de máximo poder de creación normativa (que se plasma en tener una Constitución) y de la que carecen las Comunidades Autónomas. Ello permite diferenciar lo que tenemos en España (un «Estado de las Autonomías») de una confederación (a la que aspiran no pocos nacionalistas). En las confederaciones lo que existen son auténticos Estados (soberanos, por tanto) que guardan entre sí un nexo muy tenue, de Derecho Internacional. Es decir, se vinculan entre ellos mediante uno o varios tratados internacionales que han negociado previamente y en los que se especifican cómo serán sus relaciones mutuas. La autonomía, sin embargo, no supone nada de esto: sólo hay un Estado (el español) y las Comunidades Autónomas no se relacionan con él por tratados internacionales, sino a través de un Estatuto de Autonomía, que no es más que una ley y de resultas se halla sujeta a la Constitución. Una Constitución que lo es tanto del Estado central como para todas y cada una de las Comunidades Autónomas.
También esa soberanía exclusiva del Estado, propia de España, nos distancia de las federaciones. A menudo se clama por convertir España en un Estado federal, pero los políticos no aclaran qué sea ésta, y el resultado es una total confusión en la opinión pública. Una federación se basa en que la soberanía queda fragmentada y compartida entre el llamado «Estado federal» (por ejemplo, los Estados Unidos de Norteamérica) y los «Estados miembros» de esa federación (California, New Hamshire, Massachussets…). El Estado federal conserva parte de la soberanía y, por tanto, dispone de unos poderes plenos y exclusivos en determinadas materias (defensa, relaciones exteriores…), en tanto que los Estados miembros poseen también fragmentos de soberanía sobre otras materias que han quedado en sus manos (por ejemplo el derecho penitenciario, lo que explica que en un territorio haya pena de muerte, en otro cadena perpetua, y en otro ni una cosa ni otra). Fruto de esta «soberanía compartida» nos encontramos con que en las federaciones existen diversas Constituciones: por una parte, la Constitución federal (por ejemplo la de Estados Unidos) que regula los órganos y competencias de la federación, y por otra las Constituciones de los Estados miembros (California, New Hampshire… y el resto de territorios poseen sus propias Constituciones).
Nada de lo anterior se encuentra en España: sólo el Estado tiene soberanía, y sólo hay una Constitución. La norma que regula las competencias de las Comunidades Autónomas no es una Constitución: los Estatutos de Autonomía tienen rango de ley y por tanto deben respetar la Constitución española. El hecho de que el Estatuto de Autonomía catalán hubiese sido declarado inconstitucional en su día (algo en lo que Pedro Sánchez, con una lamentable postura, cifró el problema catalán) lo pone de manifiesto. Así pues, no deben engañarnos: la diferencia entre una federación y nuestro Estado de las autonomías no reside en que el volumen de competencias; de hecho, nuestras Comunidades Autónomas disponen de más competencias que muchos Estados federados (por ejemplo de Iberoamérica). Reside en cuestiones de calado más teórico y complejo: soberanía compartida y pluralidad de Constituciones (Estado Federal); soberanía exclusiva del Estado y una sola Constitución (Estado autonómico).
Hasta aquí la descripción del sustantivo «autonomía», pero, como he dicho, nuestra particular configuración territorial se caracteriza por un adjetivo: la autonomía de las Comunidades Autónomas es «política». Este elemento lo distingue de la autonomía «administrativa», propia de municipios y provincias. ¿Y dónde está la diferencia? Pues en el hecho de que las Comunidades Autónomas disponen de poder legislativo (pueden aprobar leyes para su propio territorio), circunstancia que no se produce en el caso de municipios y provincias.
De lo visto, resulta que las Comunidades Autónomas son más que mera descentralización administrativa (pueden aprobar leyes) pero menos que Estados federados (no pueden aprobar Constituciones, aunque el elenco de competencias sí pueda estar al nivel de un Estado federado) y, por supuesto, que Estados formando parte de una confederación (no se relacionan con España mediante tratados internacionales, porque son parte de ella).
Como territorios españoles que son, la Constitución les impone una serie de principios y los somete a órganos de tutela. Los principios son varios: algunos operan a favor de la autonomía, como sucede con el «principio dispositivo», que supone que a la Comunidad Autónoma no se le obliga a tener unas competencias u otras, sino que es ella la que decide cuáles tener, aunque lógicamente dentro de unos límites que establece la propia Constitución (hay materias no asumibles por las Comunidades Autónomas, como el poder judicial, la defensa o las relaciones internacionales); otros principios, sin embargo, restringen la autonomía para garantizar que el Estado español no se quiebre. Este es el caso del principio de unidad (por más diferencias que haya entre unas Comunidades y otras, el Estado sigue siendo unitario), el de solidaridad (las Comunidades ricas deben apoyar financieramente a las menos pudientes… algo que no parece gustarle a los independentistas catalanes… supuestamente tan de «izquierdas» algunos de ellos), el de libre circulación de personas y mercancías (prohibición de aduanas e imposibilidad de poner trabas a la libertad de circulación y residencia de los españoles) o el de igualdad territorial (en los derechos básicos no puede haber diferencias sustanciales en el ámbito nacional). En cuanto a las garantías impuestas, son principalmente dos: el control por parte del Tribunal Constitucional de la actuación autonómica (resolviendo conflictos de competencia y controlando la constitucionalidad tanto de los Estatutos de Autonomía como de las leyes autonómicas) y la muy excepcional que se plantea por el tristemente conocido artículo 155. Aunque habría que incluir una tercera, todavía más excepcional: las fuerzas armadas son en última instancia las encargadas de velar por la unidad territorial de España (artículo 8 de la Constitución).
A la postre, el problema de nuestra autonomía es sobre todo de indefinición constitucional. En un intento de satisfacer a unos y a otros, el constituyente dejó «para después» algo tan complejo y sensible como la organización territorial del Estado: que fuesen las propias regiones las que decidieran si querían o no ser Comunidades Autónomas, que fuesen ellas las que decidiesen sus competencias (dentro del marco constitucional), que acordasen, además, si luego querían ampliarlas mediante sucesivas reformas de sus Estatutos de Autonomía… Una falta de definición del modelo constitucional al que también ha contribuido el Tribunal Constitucional (con sentencias erráticas en materia autonómica) y que ha convertido nuestro Estado en una bomba de relojería en la que nadie parece atreverse a tocar un solo cable, ya que es tan complejo que pueda acabar por detonarnos en la cara.
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