Por mucho que se empeñen los independentistas, nada hay que celebrar hoy. Al contrario. Por mucho que se empeñen en vendernos sus propias mentiras, lo cierto es que el 1-O no rompieron con España, rompieron Cataluña. Y entre el autoengaño de unos y la cobardía de otros, un año después seguimos igual: la sociedad, fracturada; la economía, ralentizada; y la actividad política, paralizada. Esta es la consecuencia de un desafío peor que ilegal, irracional. Los independentistas sabían que su aventura no conducía a ningún otro sitio que al desastre, y pese a ello siguieron adelante. Y continúan, sometidos a los designios de un iluminado que por no ser mártir huye de los tribunales... y de la realidad. Puigdemont es hoy el mayor enemigo de Cataluña y de los catalanes, especialmente de aquellos que lo acompañaron en el desafío y hoy están en prisión. Ojalá no lo estuvieran y sería bueno que quedaran en libertad provisional. Pero está más en sus manos que en las del tribunal. Conviene recordar que una de las razones de la prisión provisional es la de evitar la reiteración delictiva. Por eso, sería doblemente beneficioso que Junqueras y compañía dieran un paso adelante y rompieran sin ambigüedades con el unilateralismo golpista de Puigdemont, y se comprometieran con la legalidad y la lealtad institucional que son consustanciales a una sociedad democrática. Sería un paso necesario para su puesta en libertad y un paso fundamental hacia la solución de una crisis que jamás debería haber ocurrido. Y de la que solo ellos son responsables. Porque ninguna disputa política justifica un levantamiento contra la legalidad. Que es lo que ocurrió hace un año. Así que nada hay que celebrar mientras no se devuelva la legitimidad sustraída a las instituciones de todos y se apueste por la convivencia en lugar de por la fractura social.
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