Siempre me ha fascinado el número 7. Desde niña, cuando escuchaba narrar cómo Dios había creado el mundo en 7 días. Desde niña, cuando contaba los 7 días de cada semana, y me acordaba que Dios había descansado al séptimo día.
Y como yo no creo en la casualidad, pienso que no es casual que hayan sido 7 los actores que el pasado 15 de setiembre, 7 días después de la festividad de la Virgen de Covadonga, me hayan hecho viajar a las más recónditas entrañas de mi identidad astur, la más instintiva y natural que reconozco y siento, como si me viniera impresa en la cadena de ADN.
Los 7 actores que reinaron en la noche del 15 de setiembre de 2018, a la orilla del Sella, bajo el poderoso influjo de la Cruz de la Victoria que pende del Puente Romano de Cangas de Onís, me parecieron seres celestiales predestinados a una de las más altas empresas que pueden inspirar los cielos: poner el alma y dejarse la piel en mimetizarse con la Historia, hasta tal punto que su interpretación -etérea y terrenal al mismo tiempo- me transportó como en una especie de céltico viaje astral a los ancestros que viajan dentro de mí.
Ramón G. del Pomar fue el eremita de mis sueños. Ese druida vocacional que vive entre el bosque y la montaña, de aspecto enigmático y que, como una especie de oráculo astur, me llevó al cénit de la espiritualidad. Una espiritualidad que también afloró como un manantial en su papel del sacerdote cristiano Gladila.
Pablo Castañón creó un Pelayo inusual, poliédrico, con finos matices de misticismo, valor y creencia. Con tintes de discípulo y maestro a la vez, de guerrero y estratega. Y tuvo un fiel aliado en un Tioda -interpretado por Daniel Granda-, que se debatió entre la dulzura de un enamorado y la firmeza de un soldado.
Otro tándem magistral fue el que establecieron en escena Carlos Manuel Díaz y Adrián Delgado, que interpretaron respetivamente a Tarano y Veremundo. Tanto el uno como el otro manejaron a su personaje con tal calidad que me hicieron vivir escenas propias del teatro clásico.
Carolina Calema fue una Gaudiosa más que convincente. Cauta, luchadora y segura de sí misma. Y puso la nota femenina en aquel incipiente reino del siglo VIII en compañía de Laura Ruiz, la benjamina de la escena, una Ermesinda magníficamente caracterizada, que demostró un impecable saber hacer y una prometedora proyección.
El conjunto no pudo ser más cautivador y convincente. Fueron 7 actores en busca de un reino milenario, cuyo germen reconstruyeron en pocos minutos y en muy pocos metros, en un agreste roquedo que se sumerge en el río Sella. Adaptaron con sabiduría su anatomía interpretativa al medio, como si hubiesen vivido allí desde hace mil años. Y fueron una “piña” dentro y fuera de la escena, como una especie de monjes benedictinos, dedicados a la transmisión del saber.
Muy pronto adivinaron que eran una metáfora del origen de una identidad, en la que todas las piezas encajan si el engranaje es perfecto. Y así fue.
Fueron 7 actores para recrear la sensación de eternidad, en un humilde anfiteatro de agua y roca al aire libre, en Cangas de Onís, trece siglos después del «big bang» pelagiano…
Por un momento, su voz, sus ropajes, su figura y su aura me hizo soñar que la cultura podría transformar el mundo…
Laura, Carolina, Ramón, Pablo, Daniel, Carlos y Adrián ya son parte de la memoria y del espíritu de un reino que cambió el curso de la Historia, y el eco de sus miradas y de sus gestos fluye cada noche en el río Sella.
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