Pola de Allande. Una tarde cualquiera de agosto de 2018. Las calles de la villa están muy animadas, y el público que pasea o conversa en las terrazas es muy ecléctico: vecinos, indianos llegados del otro lado del atlántico, turistas de distintas procedencias y peregrinos de medio mundo.
Resulta que la actual decana de la Escuela de Turismo de Oviedo, Marián González Rúa, es allandesa por vía materna, y me pidió que la acompañara para participar en un coloquio sobre el Camino de Santiago en las semanas culturales que organiza allí durante el verano la asociación de mayores Fonfaraón, que preside Manuel Ramos Uría.
Fue una tarde calurosa de estío en la que yo imaginaba que todo el mundo estaría, cuando menos, en la playa, y llevé una grata sorpresa: me encontré un nutrido grupo de personas que siguió con devoción la charla y que participó activamente en el debate.
La experiencia fue muy aleccionadora para mí. Caí en la cuenta de que la población allandesa está muy concienciada de la situación crítica que atraviesa el occidente asturiano, bajo la sombra cada vez más alargada de la extinción demográfica.
Pero, lejos de caer en el desaliento o en el llanto fácil, sienten que el Camino de Santiago Primitivo es la gran oportunidad que les brinda el devenir de la historia, de la que forman parte desde hace muchos siglos.
El corazón jacobeo late con fuerza en Allande, con el paso de los peregrinos hacia Compostela, sabiendo que tal vez sea este gran itinerario cultural la mejor y más digna manera de engancharse a la vida.
Lejos del mundanal ruido, con una población envejecida y sin relevo generacional, con unas comunicaciones deficientes y sin proyectos empresariales que puedan reflotar la economía y fijar población, Allande languidece lentamente -como todo el occidente asturiano del interior- sin que nadie escuche su lamento y su dolor (con la excepción de los muchos allandeses y sus descendientes, que han emprendido el camino de la forzosa diáspora).
El otro día, en aquella calurosa tarde de agosto, fui consciente de las bondades que aportan los asturianos retornados a su tierra, cuando se acerca el tiempo de la jubilación o sencillamente, cuando tras años de experiencia en el exterior, deciden regresar y reinventarse en el lugar que los vio nacer y por el que sienten un profundo amor. En realidad, son un cúmulo de energía positiva y de ilusión que ayuda notablemente en la reactivación de la vida cotidiana en estas villas y aldeas, tan necesitadas de una inyección vital.
Y por cierto, me encantó ver a José Antonio Mesa, el alcalde de Allande, escuchando y opinando con libertad, humildad y sinceridad -una terna de valores bastante inusual en un político-, y apoyando como uno más las iniciativas de sus convecinos.
En Allande tienen muy claro que cada peregrino es mucho más que un turista y que la tradicional hospitalidad de esta tierra es clave para fidelizar al caminante y engrandecer la vida en la ruta jacobea. Y están dispuestos a coger el que, tal vez, sea el último tren para no diluirse en el mapa de los pueblos extinguidos. De la misma manera que están ansiosos por mostrar al mundo la gran riqueza histórica, cultural y natural que poseen, y que apenas se conoce.
Definitivamente, son un ejemplo a seguir, y estoy convencida de que terminarán por engancharse con fuerza y éxito a uno de los sueños más longevos y vivos de la Humanidad: el Camino de Santiago que diseño y sintió el asturiano Alfonso II, uno de los arquitectos de Europa.
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