Entre otros mandamientos, el mito de la izquierda lo sustenta una predisposición natural y genética a partirse la cara y a convertir los matices en diferencias irreconciliables. En los años setenta, agónico Franco, convivieron en España el Partido Comunista Reconstituido; el Partido Comunista de los Trabajadores; la Organización Revolucionaria de Trabajadores; el Partido Comunista de Unificación; el Partido del Trabajo de España y el Partido Obrero de Unificación Marxista, heredero del POUM; un delirante mejunje perfectamente representado en ese sagaz manual de ciencia política que es La vida de Bryan. Así que sí, la división de la izquierda y la discusión inacabable por matices abstrusos es un hecho. Forman parte de la mítica nacional de la izquierda gallega las asambleas eternas entre facciones comunistas capaces de dedicar horas a dirimir el color de las uñas del movimiento y que en el fondo fue un eficaz entrenamiento retórico para futuros cuadros políticos, no solo de la izquierda, por cierto.
Como contraste, la derecha suele representarse como un bloque compacto en el que las diferencias se disuelven en el sentido práctico de quienes están acostumbrados a ejercer el poder. Importa mandar y los matices ideológicos serían una despreciable menudencia que conviene evitar para no perderse en lo adyacente. Pero la peripecia reciente del PP demuestra que cuando la derecha discute, los contendientes pueden acabar con las vísceras esparcidas por las paredes al amanecer mientras silba el viento. Qué miedo. Los detalles y el ritmo de la caída de Cifuentes, el rictus agriado de Aznar, las insinuaciones sobre la utilización del CNI para cargar las escopetas del fuego amigo y lo que estos días deslizan los aspirantes a sustituir a Rajoy confirman que los partidos también son maquinarias del mal mientras las bases menean banderitas.
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