Dice el escritor británico Roald Dahl que las brujas pueden estar sentadas junto a ti sin que lo sepas. En lo que se refiere a niños, una bruja de verdad (a «real witch») es seguramente la más peligrosa de todas las criaturas vivientes de la tierra. Lo que las hace doblemente peligrosas es el hecho de no parecer peligrosas. No llevan estúpidos gorros ni capas negras, ni se desplazan sobre escobas. Incluso conociendo todos sus secretos, no puedes estar completamente seguro de si lo que tienes delante es una bruja o una mujer amable.
Rosario Murillo, primera dama y vicepresidenta de Nicaragua. Camisas y vestidos jipis, collares, miles de collares de colores chillones y anillos, los retorcidos dedos comidos por los anillos de turquesas azules (para enfrentar el mal y espantar a los demonios, explica ella), pómulos prominentes y cara aindiada que recuerdan que un día deslumbró con su belleza, madre de diez hijos (los siete últimos del presidente), poeta y guerrillera, sobrina nieta del general Augusto César Sandino, que luchó contra la ocupación estadounidense en Nicaragua. Hasta aquí todo bien. Muy bien. ¿Y su pasado?
Pues infancia feliz en un colegio de monjas en el Reino Unido y luego en una escuela privada de modales en Suiza. Idiomas. Inglés y francés fluidos y una soltura que le llevó a conocer en los años 70 a gente importante, entre ellos a Daniel Ortega en Costa Rica, en donde estaba exiliado por su participación en el movimiento sandinista. Caída de la dictadura de Somoza en 1979 y vuelta a su país. Rápido ascenso al poder, solo truncado con un suceso que los nicaragüenses no olvidan, sobre todo las mujeres: en 1998, su hija mayor, Zoilamérica, acusó a Ortega de haberla violado desde que tenía 11 años. ¿Qué hizo ella? Pues se puso al lado de su marido, tildó a su hija de «mitómana» y la obligó a exiliarse. A cambio de este encubrimiento, Ortega la nombró vicepresidenta, porque «el pueblo nicaragüense quiere que nos reunamos alrededor del amor, y Nicaragua reclama seguridad y tranquilidad para las familias», declaró ella. Quizá por eso y también porque es promotora de una suerte de secta religiosa propia, en la que eleva a categoría de santos a los héroes de la revolución, Murillo ha hecho construir por toda Managua unos arbolitos amarillos («árboles de la vida»), enormes estructuras metálicas, multicolores e iluminadas, con un tinte mitad político, mitad esotérico. ¿Baratos? Bueno, no mucho, cada arbolito vale 25.000 dólares, pero se ve que eran necesarios para la tranquilidad de las familias. Unos 140 en total en un país que se muere de hambre y que, ahora, al ser derribados por el pueblo, nos recuerdan a lo que pasó con la estatua ecuestre de Somoza el 19 de julio de 1979.
Pero a lo que íbamos: hay que seguir. Trabajar para y por el pueblo. Actos oficiales. Muchos actos utilizados como homilías en las que invoca a Dios y a la Virgen, revistiendo de misticismo a su compañero. Una concesión canalera y la reforma del Seguro Social, aprobados a toda velocidad en el Parlamento, sin control de ningún tipo. Hazañas que han levantado al pueblo y que han sumido al país en una crisis profunda que dura ya casi dos meses y que ha dejado por ahora 160 muertos), porque «nosotros hemos sufrido la guerra. Nosotros hemos perdido hermanos, compañeros, en los conflictos. ¡Nosotros no queremos, no queremos volver atrás!». Rosario Murillo. La Chayo para sus amigos y la familia próxima. No lleva estúpidos gorros ni capas negras, ni se desplaza sobre escobas, pero lo cierto es que el pueblo nicaragüense la llama La Bruja. Aquí están los hechos; juzguen ustedes mismos.
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