Olimpiada de Atlanta ’96. El piragüista asturiano Miguel García se ha clasificado para la final de K-1 500. Un deportista español acaba de poner «una pica en Flandes», algo bastante infrecuente en nuestro panorama olímpico de aquel tiempo, y el rostro de Miguel evidencia entonces la enorme responsabilidad que la gesta significa.
Pero aquel éxito olímpico no será el único en la cita norteamericana. Miguel también formó parte del K-4 que alcanzó un meritorio quinto puesto en la final de 1000 metros.
Tras aquella aventura inolvidable y decisiva para el deporte español, este brillante piragüista pronto dio paso a un técnico aún más brillante, que con el tiempo y la experiencia ha llegado a convertirse en uno de los mejores del panorama internacional.
Y es que este luanquín con aspecto de modelo de pasarela y exquisitos modales, de talante discreto y tímido, ha sido capaz -a base de esfuerzo, mano izquierda, mucha paciencia, y conocimiento técnico- de llevar al piragüismo español a la etapa más destacada de su historia hasta el momento.
Deliberadamente en la sombra y exento de todo protagonismo, Miguel luce una humildad y generosidad ejemplar, y es el paradigma de lo que debe ser en mi opinión un deportista de élite: Riguroso en el campo de regatas, equilibrado, trabajador, vocacional, exigente y muy humano.
Miguel García es un claro exponente de la evolución del piragüismo y, por tanto, del deporte español. Heredero del histórico k-4 integrado por Herminio Menéndez, Misioné, Celorrio y Díaz-Flor, Miguel representa el eslabón entre aquella generación y la de sus pupilos actuales Craviotto, Toro, Germade y Cooper, el k-4 que ha irrumpido con fuerza en el piragüismo internacional y cuyas expectativas de evolución y éxito son muy elevadas.
Por tanto, la figura de Miguel es única en el deporte español: Tras dos finales olímpicas como piragüista, su tutela técnica ha sido decisiva para sumar 4 medallas de oro en el historial olímpico español, obtenidas en los juegos de Pekín, Londres y Río sucesivamente.
Con este palmarés, el caso de Miguel García es idóneo para ser objeto de estudio e investigación en cualquier universidad del mundo civilizado. Pero estamos en España, y lo del estudio no va mucho con nosotros, y lo de reconocer una marca personal labrada a base de esfuerzo y no de enchufes tampoco…
Sabiendo todo esto, a mí personalmente me causa una enorme satisfacción el hecho de que Miguel, que podría entrenar a quien quisiera y donde quisiera, opta por su gente y su país. Un gesto que le honra y que debería ser un motivo de orgullo para todos nosotros (especialmente en Asturias).
Miguel nunca ha dejado de ser aquel chaval sencillo de Luanco, de familia decente y trabajadora, que se inició en el piragüismo con el Gauzón, el club de su pueblo, y que nunca jamás alteró sus hábitos o su conducta por el efecto del éxito.
Su mirada limpia y su gesto dulce dibujan una pureza inusual en la élite. Miguel García, tanto en los momentos culminantes como en los cotidianos, es un genio que se vuelve transparente, como las moléculas de agua que han sido su pan de cada día casi desde que nació.
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