El Jesús de Getsemaní ruega a sus discípulos que lo protejan de Dios. «Velad conmigo», les suplica. Ellos, sin embargo, sucumben al sueño y él se queda entre los olivos nocturnos, a solas con los grillos y las estrellas. Sabe que ha llegado la hora. La lucha será a muerte. Pero ¿cómo defenderse de ese Dios que habita en los severos rollos de la Torá y no en las lágrimas del hombre?
Cada vez más angustiado, Jesús de Nazaret, un palestino andarín de barbas navegables, un don Quijote pasado por Eurípides, se oculta bajo la copa de un olivo y se aprieta contra las piedras como contra las faldas de una madre. Está aterrado. Un sudor frío le suelda el pelo greñudo a la frente. La boca es un grito de polvo y las manos, garras arañando la tierra para escapar del cielo.
Pero la tierra está dura y Dios calla. Y en ese silencio ya están contenidos Auschwitz y el gulag, la trata de seres humanos y los miles de suicidios debidos a la crisis económica, el secesionismo catalán y el cambio climático, Wall Street y Kim Jong-un, el Estado Islámico y la explotación infantil, Amazon y los misiles nucleares, Trump y Maduro, la deforestación y los neofascismos europeos, Monsanto y la negritud minuciosa del Aquarius.
Y ahora que el barco ha arribado a Valencia y aún resuenan en las portadas de los periódicos los gritos de gratitud subsahariana, me he acordado de la historia de una emigrante con menos suerte que los pasajeros del Aquarius. Me la refirió Nicole Ndongala, una congoleña licenciada en Ciencias Empresariales que llegó a Europa huyendo del salvaje horror de Kabila solo para darse de bruces con el civilizado horror belga.
Primero fueron los insultos de los gendarmes por encima de los gritos de la joven negra, a quien iban a deportar a su país. Y en este punto Nicole, con un engrudo de angustia en la garganta, detiene la narración por primera vez. Al cabo de unos segundos, ofrece una sonrisa de disculpa y al hilo del discurso reanudado la joven del relato chilla de nuevo, maldice, escupe, forcejea. «Pero no iba a conseguir nada. Los gendarmes tenían órdenes de hacerla subir al avión fuera como fuera», advierte Nicole.
Entonces ocurrió. La chica, cada vez más desesperada, más despavorida, comenzó a morder a los agentes con toda la brutalidad que pudo. La sostenía la fe de que si les infligía el suficiente dolor, de que si lograba enfurecer de verdad a los policías, ella acabaría recibiendo los siniestros y felices golpes que la salvarían de tener que montarse en el avión. Herida y lesionada, no podrían deportarla. La llevarían al hospital. Pero no ocurrió así.
Nicole ha entrado y escarbado dentro de aquel recuerdo miles de veces. Aún hoy sigue sin comprender de dónde salieron, tan de repente, además, aquellas almohadas, «salvo que no fuera la primera vez que las utilizaban para aquellos casos», aventura girando la cabeza hacia el sol de la ventana de su despacho en Madrid. El rostro de Nicole es el de un tótem doliente y lejano. Las lágrimas de esta mujer están tan hondas, que se le secan antes de llegar a los ojos.
En ellas está la fiereza con que los gendarmes aplastan las almohadas contra los alaridos de la joven. Pretenden sofocar el escándalo, que ya atrae sin disimulo la atención del pasaje. «Aquello, sin embargo, se les empezaba a ir de las manos y entonces yo sentí miedo de verdad», confiesa. Y más aún cuando los ojos de la joven, desorbitados por el terror y la asfixia, se cruzaron un instante con los de Nicole antes de quedarse mirando para siempre las luces del techo de la sala de embarque.
Horrorizada, Nicole salió corriendo de allí. Ni siquiera se despidió de la amiga a la que había ido a acompañar. Aquella noche no durmió. No podía dejar de pensar en los ojos de la chica. No podía quitarse de la cabeza que cualquier día podría pasarle lo mismo a ella. Así que a la mañana siguiente, sin decir nada a nadie, cogió un autobús, y luego otro, y otro. Huyó de Bélgica, cruzó Francia y solo se sintió tranquila cuando, dos días y medio después, llegó a Madrid. El próximo octubre hará veinte años de aquella muerte. Hoy, Nicole tiene la nacionalidad española, es coordinadora del Centro de Promoción de la Mujer de la Asociación Karibu y ya no se esconde cuando ve a un policía.
El Jesús de Getsemaní tampoco lo hace de Dios. Sin fuerzas para rebelarse, balbucea y reza. Pero no hay más que silencio al otro lado de sus palabras. Un silencio sin nombre, aterrador, inhumano: el resplandor transparente de la nada. La misma que ofrecieron Italia y Malta al Aquarius. La misma de los que en Twitter vociferan su neurosis pidiendo que, para acabar con la inmigración africana a Europa, se dispare contra los cayucos.
A lo lejos, Judas se acerca.
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