En los tiempos en los que la tectónica de placas iba conformando Europa, la península Ibérica era un escudo rocoso que viajaba de sur a norte sobre una corteza cuarteada. Al principio, ese escudo era, más o menos, lo que hoy es la Meseta Central. Durante eones, la gran roca se desplazaba en solitario, pero a medida que se aproximaba a lo que sería su emplazamiento, pequeñas compañeras aparecían por aquí y por allá e iban acoplándose. El último choque con Europa levantó los Pirineos y el descenso del nivel de los océanos dibujó la actual Iberia.
Lo que se pretende con este lacónico resumen del hacer del núcleo terrestre y sus consecuencias en el manto y en la corteza es encajar la Geología con la Teoría de las Razas. En efecto, restando el sur peninsular, observamos que los pobladores de la periferia han elaborado, ya desde el siglo XIX en Euskadi y en Cataluña, y desde el XX en Galicia, Asturias, Baleares y Valencia (la excepción es Cantabria), una clasificación de las razas tomando como parámetros piel, pelo, cabeza, cara, complexión corporal y sangre. No necesitamos precisar con detalle cuáles son las características que colocan a unas en la parte superior de esta fantasmal pirámide y cuáles las que relegan al pie de esta a otras.
Aunque el nazismo sea el paradigma de nuestro tiempo, la preeminencia de unas razas sobre otras viene, cuando menos, del Epipaleolítico. El resto del devenir histórico ha consistido en una reiteración de este patrón mitológico, que es el propio de los xenófobos (todo racista es un xenófobo). La ciencia, por el contrario, dicta, sin que haya el más mínimo resquicio que avale lo contrario, que todos los humanos fuimos en el origen negros, descendiente de un antepasado común de chimpancés y australopitecos, y que los homos entroncamos con estos últimos.
Fueron las variaciones del clima, principalmente, las que movieron a las distintas especies de Homo a salir del valle del Rift, en el este de África. Justamente, este valle (una depresión que va desde la península Arábiga hasta más allá de Tanzania y que acabará por desgajarse del continente africano), resultado del alejamiento de las placas, impuso a los simios una adaptación, inexcusable para la supervivencia (la evolución por selección natural darwiniana), a la sequía prolongada, pues la muralla rocosa que se irguió a su costado occidental impedía el paso de las nubes cargadas del agua del Atlántico que antes de la fractura hacían verdecer el este ahora hundido.
Sabemos asimismo que las migraciones de humanos fueron muchas, sobremanera por los pasos de Adén y el Sinaí. Es posible que la abuela de todos nosotros fuera una mujer que hace unos 74.000 años sobrevivió en el Yemen actual, junto a un puñado de individuos de su clan, a la devastadora erupción del volcán Toba, en Sumatra. A partir de ese momento, los humanos, ya «modernos» desde hacía cuando menos 100.000 años, fuimos ocupando todo el planeta y aclimatándonos a sus muy variadas condiciones. Y fue esta obligada adaptación la que implantó la fantasía de las razas. Incluso, y esto para que se vea más aumentada la falacia, los genetistas descartan el término raza, porque las diferencias en los pares de bases de los cromosomas son tan despreciables como los racistas.
Llegados a este punto, nos encontramos con una España que no existe como unidad ontológica a causa de las falsamente denominadas «nacionalidades históricas», que es una perversión tanto de la Historia como de la Ética. Catapultados por las miserias de los gobiernos del PSOE y del PP, la lengua y la educación han sido los dos caudalosos ríos de aguas fecales que han venido anegando a Cataluña y Euskadi, dando por resultado la abominación hacia el «español», una casta infinitamente inferior. Euskadi acaba de dar el pistoletazo de salida a la misma carrera que inició en septiembre último Puig-Demente en Cataluña, donde la asfixia a los discrepantes va tomando el formato de terrorismo. Los guerrilleros de calle que va soltando la CUP (intocables para unos Mozos a las órdenes de JxCAT, PDeCAT y ERC) son la réplica catalana de EH Bildu y Otegui, que, ahora apuntalados explícitamente por Íñigo Urkullu y el PVN, herederos del caníbal Sabino Arana, van a someter al Estado a una presión insostenible.
A la espera de lo que acontezca, los baleares serán los siguientes. Su Gobierno, presidido por la «socialista» Francina Armengol, está armado por una coalición que copia los principios fundamentales del movimiento catalán, y acaba de pedir a sus gobernados que delatan a los funcionarios que les hablen en castellano. La delación es una perversión mayúscula, la constatación de la hondura a la que puede llegar la inmoralidad. Valencianos, asturianos, gallegos y navarros, aguardan. El caso de Navarra cuenta, además, con el componente de la traición: felones navarros que están entregando la comunidad a Euskadi, para satisfacción del imperialista vasco.
La reforma de la Constitución que pretende Pedro Sánchez, inviable porque no contará con las tres cuartas partes de las Cortes, aun saliendo adelante, llegará tarde: el odio se ha desbocado. Es una supernova. Así pues, dos son los escenarios inminentes: o triunfan los independentistas o, como el poder Judicial va a resultar insuficiente, se tendrán que suspender las autonomías rebeldes (y el Ejército, en alerta).
Entretanto, el nuevo y pleno fascista italiano Matteo Salvini grita «victoria» tras dejar en alta mar a más de 600 «negros», que para él son una picia de la evolución, el equivalente de los «españoles» para el nazi Torra. Y ambos son tenidos por héroes. El tedeum al Mal Absoluto.
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