Un ministro no hace un Gobierno, pero igual que un manchurrón estropea un traje, una frivolidad fuera de lugar puede hundir toda una reputación. A primera vista, esa es la sensación que queda tras conocer la composición completa del primer Ejecutivo de Pedro Sánchez. El presidente había acallado bocas y recibido incluso elogios por su selección de ministras y ministros. Por fin, y por primera vez, un Gobierno con más mujeres que hombres. Ya no se trata de paridad, que es un gran logro en sí mismo, sino de conferir acta de naturalidad a que el número de ministras supere al de ministros. Porque, además, nadie puede poner el más mínimo pero a la capacidad, competencia y experiencia de las mujeres del Gobierno. Nadie puede hablar ya de floreros ni de cuotas. Las ventanas de la Moncloa se han abierto de par en par para que entre a bocanadas lo que ya es normal en muchos ámbitos de la sociedad. Faltan aún, y es una prioridad acabar con la brecha de género, pero desde ayer ya hay una menos.
Es, además, un Gobierno con objetivos políticos definidos y aparentemente bien atendidos. Empezando por el desafío de los secesionistas, a los que envía un mensaje de firmeza con el nombramiento de Borrell y, al tiempo, de disposición al diálogo, dentro de la legalidad, con el de Batet. También Bruselas ha dado acuse de recibo del compromiso con la estabilidad presupuestaria que supone el binomio Calviño-Montero. El desembarco desde el mundo judicial de personas del prestigio del juez, conservador, Grande-Marlaska y la fiscala Dolores Delgado para intentar poner orden en dos departamentos tan convulsos en los últimos tiempos como Interior y Justicia es también una buena noticia. Aunque no vaya a tener tiempo para nada, dure lo que dure la legislatura -que, visto lo visto, Sánchez apuesta por prolongar-, el simple hecho de plantearse la transición energética ya es una muestra de sensibilidad con uno de los principales retos que debe atender España de manera urgente e inaplazable. Tanto como la investigación científica y la innovación. Si para ello hay que ayudarse de un fichaje estrella como el de Pedro Duque, ¡perfecto!.
El problema es que hay estrellas y estrellas. Unas lo son por la excelencia en su profesión y su contrastada capacidad para el cargo, como Duque. Otras lo son por el efímero fulgor de lo banal. Ciertamente, conviene no prejuzgar. E incluso cabe admitir una cierta cuota de ligereza, una pequeña concesión a lo liviano. Pero el nombramiento de Màxim Huerta es un guiño populista que emborrona el rigor y la buena imagen de un Gobierno evidentemente socialista, pero que va mucho más allá de los confines del partido. Y, por cierto, muy escorado hacia el Mediterráneo.
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