No fueron los independentistas catalanes los que inventaron la estrategia de aducir que no hay una verdadera separación de poderes en España, que este es un estado policial, en el que las causas se instruyen al dictado del Ministerio de Interior; fue María Dolores de Cospedal, recién nombrada secretaria general del PP la que hizo esas valoraciones al comienzo de la investigación de la trama Gurtel y Federico Trillo era el que reducía el caso a una invención de Rubalcaba. Tiempo después sí fue el PP el que desde el Ministerio de Interior reclutó un cuerpo parapolicial para espiar a adversarios políticos y guerras de clanes internos dieron a conocer grabaciones en las que el ministro Fernández Díaz lo comentaba. Y fue además el mismo gobierno que después tendría que apelar al interés de Estado para sumar fuerzas con la oposición para hacer frente al procés soberanista mientras asistía entre la indolencia presidencial y el estupor de sus incondicionales a cómo le comían la tostada ante la opinión pública internacional en muchas, demasiadas, ocasiones. Ahora había que defender las instituciones que con ahínco se habían dedicado a minar por instrumentalizarlas.
Nos burlamos de los políticos independentistas de la antigua Convergencia por envolverse en la senyera y la estelada sucesivamente para tratar de huir de sus tramas de corrupción. ¿Qué ha hecho Rajoy después de conocerse la sentencia de la Audiencia Nacional y el anuncio de la reacción del PSOE? Decir que era una moción «contra España» como si fuera él o su partido la encarnación de la patria, es curioso que el último recurso facha siempre sea la desfachatez. El PP hace tiempo ya que podría haber buscado una alternativa a Rajoy que les hubiera facilitado muchos pactos. Fue el hombre que en la oposición usó el 11M para dar pábulo a conspiraciones iluminadas, y luego cambió a la «cesión» ante ETA aún a sabiendas, siendo informado en tiempo real por Interior de que no había nada de eso, para utilizar el terrorismo como ariete en el parlamento; ya en el Gobierno fue el que negó un rescate bancario que se estaba produciendo a vista de todos, que compareció por plasma y huyó por el garaje del Senado; que tenían que preguntarle por sus cuitas periodistas rumanos en cumbres internacionales porque era el único lugar en el que no podía escapar de la prensa. Que declinó presentar su candidatura a la investidura como si el congreso fuera una mesa de póker y que después de un adelanto electoral estuvo esperando sin hacer nada hasta que Ciudadanos tuvo que ponerle delante de la cara un pacto que firmó sin la menor intención de cumplir. Todo eso en nombre de la estabilidad y de España, mucha España y muy española.
Como la señora que trató de robar unas plantillas en un chino de Gijón, en el PP se ha negado la evidencia, acusado a los que denunciaban los delitos que ellos cometían, amenazando a los demás con tribunales cuando a ellos los llevaban al banquillo y una vez conocida la sentencia también se niega que eso que están viendo tus ojos esté ocurriendo y no hay nada que hacer ni que decir. La nada, siempre la inacción, siempre esperar a que sean los cadáveres de sus enemigos los que se decidan a desfilar delante su puerta, dejar que las cosas se curen o se pudran por sí mismas ha sido la columna vertebral de toda la trayectoria política del presidente. Hasta que la acumulación de décadas de podredumbre se vea como una montaña por grande que sea la alfombra bajo la que querer taparla. Quizá fue ya hace demasiado tiempo cuando hubiera bastado una disculpa (quizá aún esta semana hubiera servido por lo menos para que la vergüenza no fuera sólo ajena); yo sólo quería que Rajoy me pide me perdona. Pero nos topamos con que nos exige que nos disculpemos nosotros. Podemos debatir alianzas de ocasión, aritméticas parlamentarias y oportunismos políticos, pero a estas alturas esto ya es solo una cuestión de decencia.
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